Hace una semana vialidades de la Ciudad de México se vieron inundadas de cientos de miles de mujeres y hombres que marcharon para visibilizar un problema que, aunque añejo y
arraigado, sigue persistiendo en la sociedad como cáncer que se expande de forma exponencial: la violencia de género que, en mucho, tiene origen en los muros de hogares donde cohabitan familias que, ante los ojos de la sociedad viven condiciones de perfección acordes a los estándares establecidos.
Diariamente, millones de personas salen a las calles a desempeñar labores, buscar trabajo, asistir a citas, reuniones, ventas y demás dinámicas sociales, cargando a cuestas el pesar de vivir condiciones de violencia en la intimidad de sus hogares. Sonrisas vienen y van, miradas perdidas, ensimismadas e introvertidas que esconden terribles realidades que van desde el abandono de sueños, la raigambre de frustraciones, la impotencia del estancamiento, transitando por la apatía, el rechazo de la pareja y los familiares hasta el miedo que va de la duda, la insipiencia hasta la certeza de violencia tanto psicológica como física por parte de quienes cohabitan en un mismo hogar.
La violencia doméstica es una terrible realidad que aqueja a un gran número de hogares en el orbe. Más allá de los más de 1, 345 feminicidios, 4 mil 411 homicidios culposos y los 337 mil 033 delitos de violencia familiar registrados de marzo de 2020 a julio del 2021, la realidad nos indica que este tipo de hechos van al alza de forma constante y reiterada. Ciertamente, la pandemia por el COVID-19 y el encierro fueron factores preponderantes para ello; sin embargo, más que causas fueron procesos que aceleraron su crecimiento y agudizaron su reincidencia, mas no fueron elementos generadores de la misma.
La violencia doméstica es producto de varios factores, que encuentran su origen, principalmente en la historia familiar de las personas, que suelen repetir patrones que, al tiempo de violentar, merman la autoestima, destrozan el amor propio, ensimisman y deprimen, al grado de desmoralizar a las personas de tal forma que se desvalorizan y se consideran merecedores de ese trato que, ante cualquier juicio objetivo, resulta —por decir lo menos— injusto.
Ciertamente la violencia domestica es un grave problema que aqueja a la sociedad pero que es de muy compleja atención, por ser parte de la intimidad de las personas; de ese fuero interno en el que ni extraños, sociedad o gobierno, pueden intervenir de forma directa. La única aportación que puede realizarse es la conciencia, tanto de su existencia, como de lo pernicioso de su permanencia y expansión. Sin embargo, su erradicación solo podrá realizarse hasta en tanto exista una verdadera conciencia de la necesidad de su erradicación. Es decir: hasta que las personas no sepan que su actuar es violento y que eso lastima no sólo a las víctimas sino a la sociedad en su conjunto, será imposible que se pueda hablar siquiera de una baja en su incidencia.
En tanto esto ocurra, es necesario continuar con las campañas de difusión de información que, a la postre, deberán formar parte de los programas de educación pública y de cuerpos normativos que regulen el actuar de la conciencia cívica, sobre todo, de las generaciones venideras, para que el color de las jacarandas por fin ilumine con esperanza el gris del asfalto que predomina en las ciudades.
@AndresAguileraM