El parlamento, como máxima expresión de la democracia moderna, es el sitio en el que se debaten no solo las leyes que rigen a un país determinado,
las posturas políticas en torno a la forma en que se ejerce el gasto público y la forma en que se ejerce el gobierno, además es donde se materializa, a través de la representación, la visión política de un país.
En sus curules y escaños, se sientan representantes de la gente con un mandato claro, obtenido a través del sufragio, en el que, durante la campaña electoral, se comprometieron a representar a las personas enarbolando y defendiendo los principios y plan de acción del partido cuyas siglas representa. Así, en teoría, el sufragio mayoritario no solamente se pronunció a favor de la persona que los representará, además, a las ideas y principios de los institutos políticos que los postularon.
El ideal del sistema democrático es que las ideas, principios y propuestas políticas de la mayoría de las personas, de comunidades y zonas específicas de los estados nacionales, tengan voz y voto en la forma en que se conduce el país en el que habitan. Sin embargo, como se ha comentado en colaboraciones anteriores, esto no necesariamente ocurre, pues los procesos electorales se basan más en estrategias de mercado que en promover la cultura política en los habitantes del país. Por ello es que los partidos políticos han dejado de lado la formación de cuadros políticos y se han circunscrito, prácticamente, a la actividad de gestión territorial y a la búsqueda de perfiles populares y afines que no necesariamente son personas con la vocación de servicio público.
En los regímenes en donde existe pluralidad de partidos políticos y el poder de representación se concentra en uno de ellos, las fuerzas minoritarias se suman, de facto o acordado, crean un bloque que se opone a todo lo realizado, ya sea gubernamental o legislativo, para efecto que política y electoralmente puedan ser competitivos, o avasallantes, para, con una mayor representación, hacer frente y oponerse eficazmente a quien ostenta el poder. Sin embargo, cuando las fuerzas coaligadas o unidas tienen poca legitimidad o en comparación numérica con la mayoritaria siguen siendo inferiores, las posturas tienden a radicalizarse y colocarse en los extremos permanentemente confrontados.
En la lucha de extremos, donde no hay ningún punto de convergencia, se materializan en desencuentros y confrontaciones permanentes que hacen de la labor de convencimiento y acercamiento a sus posturas mucho más difíciles, porque la población, lejos de racionalizar su postura hace predominar sus pasiones, transformando así la lucha de ideas en una confrontación de apasionamientos irreconciliables en donde únicamente el más popular gana. De tal suerte que, cuando el bloque opositor aglutina personajes con poco arrastre, mala fama y malos resultados cuando ejercieron el gobierno, para el bloque mayoritario es más sencillo conservar su poder e influencia, precisamente por la naturaleza de las posturas extremas: el bloque mayoritario sumará adeptos en tanto que sean contrarios al opositor; pero, si la situación es a la inversa, ahí es en donde se presenta la oportunidad de ser competitivos para arrebatarle el poder.
En esta lógica se encuentra nuestro querido México, en donde las posturas se han radicalizado en “pro” y “contra” dejando solo dos opciones que serán guiadas más por las pasiones que por la razón, rompiendo así otro anhelo de unidad y bienestar.
Andrés A. Aguilera Martínez
@AndresAguileraM