La traición a la Revolución Mexicana

Por la gran influencia y admiración que siento por mi padre, he sido un convencido del proyecto de nación surgido de la Revolución Mexicana

y plasmado en la Constitución de 1917. Como lo he comentado en varias colaboraciones, tal ha sido esa influencia que mi vida profesional fue guiada por esos ideales de justicia, reivindicación y desarrollo social. Servir para equilibrar y ayudar a que las personas puedan encontrar su lugar, camino y destino en la sociedad que han decidido hacerlo.

A partir de lo anterior, puedo afirmar que concibo a la Revolución Mexicana como ese movimiento en el que las voces de cientos de miles de olvidados, explotados e indignados durante siglos, gritaron al unísono para exigir un cambio en el viraje de las cosas, en el que se zanjaran las grandes diferencias y divisiones enraizadas y enconadas en lo más profundo de la mexicanidad, que surgieron desde las épocas precolombinas, se agudizaron con la organización colonial, se estructuraron y consolidaron en la independencia y que se sofisticaron con los excesos del liberalismo, que llegaron a un punto en el que la exigencia de igualdad de oportunidades y derechos, así como un reparto equitativo de la riqueza se hizo incontenible. 

La Revolución Mexicana fue la respuesta y punto de partida para la consecución de la justicia social y, con ello, alcanzar el ideal democrático de libertad, igualdad y fraternidad que tanto se prometió con el triunfo liberal y que, en ese momento, requería del reconocimiento de derechos sociales colectivos, sobre todo, los relacionados con las libertades políticas y de culto, así como la dignificación del trabajo, tanto urbano como del campo.

Considero que, durante décadas, los gobiernos postrevolucionarios se encargaron, primeramente, de pacificar al país y, a la postre, crearon instituciones para consolidar el cumplimiento de los objetivos del proyecto de nación de la Revolución, con ese pretexto se consolidó una oligarquía perversa que evitó el desarrollo democrático del país.

De este modo, se dejaron de crear instituciones para abrir paso al uso faccioso de las facultades constitucionales. Se abandonó una visión de estado para abrirle paso a una óptica miope que le dio mayor prioridad a la conservación del poder sobreponiéndolo al proyecto de la Revolución. Se sobrepusieron las elecciones sobre el interés de las siguientes generaciones, para abrirle paso a la creación de instituciones populistas y corruptas que llevaron a ideólogos mexicanos, forjados en el yunque de las ideas de Milton Friedman y la Escuela de Chicago, a implementar doctrinas e ideas antagónicas al basamento nacionalista revolucionario.

Con el paso del tiempo, la implementación, a ultranza, de las políticas neoliberales, retornaron al rumbo de inequidad que generaron los excesos del liberalismo en el siglo XIX, a tal grado que se exacerbó el deseo por la alternancia y se sobre puso, como remedio mágico, al proyecto de Nación de la Revolución que, con ello selló su sentencia de muerte. 

En las décadas subsecuentes nadie recordaría el proyecto de nación de la Revolución, por el contrario, se consideraría que nunca existió, desestimando todo lo hecho y adjudicándoselo a la casualidad y al simple cumplimiento del trabajo.

Hoy la Revolución Mexicana, como movimiento político, se condenó a ser referente para un partido en decadencia, olvidando así el pasaje más prolífero de la historia del país. Todo ello como producto de la ambición desmedida de los herederos que dilapidaron la oportunidad histórica de servir a las y los mexicanos.

Andrés A. Aguilera Martínez

@AndresAguileraM