En la penumbra tras el 8 de octubre

El 8 de octubre de 2022 será una fecha que me perseguirá por el resto de mis días. Ese día mi padre, Manuel Aguilera Gómez,

partió de este mundo para ocupar “su Columna en el Eterno Oriente” como lo refirió mi amigo Jorge Gaviño Ambriz en su mensaje de condolencias.

Se bien que no soy el primero ni el único en atravesar una condición de duelo por este motivo, al final es parte de la vida. La pérdida de un ser querido siempre es un trance sumamente difícil y complejo; muy íntimo, interno, de profunda reflexión que conlleva el manejo de una avalancha de sentimientos que van desde la euforia más inexplicable, hasta la más profunda tristeza que se expresa en esa mirada que sólo leen aquellos que cargan una intensa melancolía en el alma. Hoy les comparto una pequeña parte de esa reflexión.

A mi papá lo quise y admiré como a ningún otro hombre en este mundo. Siempre fue mi referente de seguridad, al que acudía por consejo ante cualquier eventualidad o suceso importante; de quien aprendí mesura y reflexión, pero sobre todo comprensión y, de alguna manera, también a generar empatía; a prestar ojos y oídos a quien acude por consejo o auxilio, pero, sobre todo, a ayudar cuando esté en mis posibilidades hacerlo.

De él heredé no sólo la vocación de servicio, sino ese profundo amor a México que profesaba incansablemente. Gracias a una peculiar forma de explicármelo, todavía a mis 45 años, me sigo estremeciendo de orgullo al escuchar las primeras notas de nuestro Himno Nacional y al ver ondear a lo alto nuestra bandera.

Su voz y palabra no sólo eran referentes inagotables de anécdotas, experiencia, conocimiento y aprendizaje, sino un transmisor incansable de certeza, principios e ideales que, en gran parte de su tránsito por el servicio público, pudo materializar y, con ello, cambiar y mejorar la vida de innumerables personas.

Platicar con él era uno de los grandes goces de mi vida. Ciertamente, parte de nuestras pláticas —sobre todo en los últimos años— se centraban en las cuestiones familiares. Platicábamos —entre otros temas— de mis hijos, su educación, crecimiento y evolución, mis hermanos y de la forma en que transitaba la vida y como el tiempo inexorablemente pasaba por nosotros. Sin embargo, esa pasión por México, siempre nos hacía regresar a la cuestión pública; él desde su punto de economista y la confrontación con mi óptica jurídica, que convergían siempre en una visión política. 

Ideológicamente fuimos muy coincidentes. Pese a las diferencias de formación académica, las referencias hacia una tendencia de centro izquierda salían a flote. No faltaba la anécdota de juventud, que nos daba el contexto para la crítica o la referencia a un hecho actual. 

Por lo menos una vez al mes nos reuníamos a desayunar con nuestros amigos Felipe Rivapalacio, Jesús Galván y Delio Díaz. Antes de la pandemia, el centro de reunión era el Restaurante “Las Mercedes”, con la compañía ocasional de su dueño, Alfonso Zárate. Los temas iban y venían, variados que implicaban reflexiones sobre la situación del país, hasta el recuerdo de las películas de la época del cine de oro mexicano, libros de reciente o antiguo tiraje, o de las series de moda en las plataformas digitales, pero —sobre todo— anécdotas que se volvían oro molido de experiencia y enseñanzas de vida.

Aquí algunas memorias que me atacan en este instante y que me nacen compartirles por lo reciente del suceso. La nostalgia me lleva a escribir incesantemente. Ya habrá oportunidad de compartirles un poco más de cómo viví yo a mi padre, a ese Manuel Aguilera Gómez —papá— a quien extrañaré por lo que me reste de vida.

Andrés A. Aguilera Martínez

@AndresAguileraM

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