México es uno de los países con mayores niveles de desigualdad. Según datos de Oxfam México, el 43% de la riqueza
se concentra en el 1% de la población; es decir, 120,000 personas concentran casi la mitad de la totalidad de los recursos económicos del país, mientras que su clase media se ha venido precarizando, al grado de casi desaparecer.
El promedio de ingreso de los hogares más acaudalado es de 1,853 pesos al día, por persona económicamente activa, en tanto que de los hogares más depauperados es de 101 pesos, por persona productiva al día; es decir, una diferencia de 18 veces.
Según este mismo estudio, el análisis por género resulta sumamente más dramático. En promedio las mujeres tienen 60% menos ingresos que los hombres.
Aunado a todo lo anterior, las posibilidades de desarrollo y transformar su condición de vida son más favorables para las personas que viven en el norte que las que viven en el sur. Es decir, los que nacen pobres en el sur tienen menos posibilidades de salir de esta circunstancia que los del norte. En esa lógica, quienes nacen en la pobreza en el norte tienen 8% de posibilidades de ascender al estrato socioeconómico más alto, en tanto que los del sur sólo tienen el 2% de probabilidades.
Estos son datos duros que muestran una realidad que, desgraciadamente, se ha ido agudizando en las últimas décadas. Este fenómeno genera una serie de situaciones de índole social que son difícilmente meditadas. El resentimiento social, que es un fenómeno que se presenta cuando se exacerba la frustración, odio, impotencia, rencor y rechazo producidas por condiciones de injusticia y desigualdad, se potencia en la misma proporción en que se recrudece e incrementa la desigualdad.
El resentimiento existe, es latente y se percibe en el ambiente; como tal, puede ser encaminado para el control social y político de determinados sectores de la sociedad. Mientras exista resentimiento e inequidad, hay condiciones de propiciar liderazgos que encaucen los extremos hacia posturas confrontantes y extremas, con ánimos de obtener el poder político.
Una de las formas más evidentes en las que se han utilizado la desigualdad como mecanismo de control, es el mito creado que define a la pobreza como sinónimo de virtud y la riqueza como epílogo de la maldad. El pobre es bueno y mártir; en tanto que el rico siempre es el abusivo, el aprovechado, el que somete, sobaja y se aprovecha de la bondad y buena voluntad del pobre. Ese mito, exaltado y enraizado profundamente en el inconsciente colectivo del mexicano, ha sido el que, para bien y para mal, ha marcado el comportamiento sociocultural de la mayoría de la población en los últimos tiempos.
Así, el mito del “pobre bueno; rico malo” se enraíza más conforme la brecha de desigualdad crece. Al tiempo, este resentimiento suele ser exacerbado por quienes pretenden el control político y social, de modo tal que generan una polarización conveniente no sólo para obtenerlo sino para conservarlo. De este modo desigualdad, resentimiento y mito hacen una triada perversa que sirve como un mecanismo de control eficaz y de permanencia en el seno del poder.
Andrés A. Aguilera Martínez
@AndresAguileraM