Durante mis primeros años en el servicio público escuché una frase que —me parece— ha sido fundamental en la
formación de mi visión de lo que “debe ser” o “para lo que debe servir” todo lo que lleven a cabo las instancias de gobierno: “la reversa también es un cambio”. Como lo he comentado alguna vez, mis inicios se enmarcaron en un momento en que el país atravesaba por una de las peores crisis económicas de su historia, lo que había exacerbado el descontento para con el régimen que, tras más de 70 años en el poder, iniciaba su decadencia, acelerada no sólo por una promesa incumplida de alcanzar el primer mundo, sino por el estancamiento y la pauperización de la gente y sus circunstancias de vida.
La palabra cambio resonaba en esquinas, barrios, comunidades agrarias, grandes urbes, suburbios, plazas, mercados, universidades, colegios y, en general, en todas las conversaciones de la época hablaban de la necesidad de “cambiar”. Fue sinónimo de democratización y, con ella, la esperanza de mayor bienestar y mejoría para quienes habían experimentado un empobrecimiento acelerado. Necesariamente, la palabra “cambio” se usaba como sinónimo de mejoría o bienestar que, en cuanto ocurriera, sería prácticamente automático, como si mágicamente con él se borraran siglos de injusticia, inequidad, corrupción y retroceso.
Con la alternancia vinieron una serie de cambios que no necesariamente llevaron al país a una mejoría en su situación; por el contrario, los problemas, añejos y olvidados, como la desigualdad, la pauperización de las comunidades indígenas, la falta de oportunidades y la inequidad entre razas, etnias, aunado a la sustitución de la otrora imparable militancia priísta por una clase política pluripartidista que, a la postre, fue generando una oligarquía privilegiada, cada vez más ajena a la realidad de la gente, pero con una gran ambición por el poder, dinero y, en algunos casos, hasta la pasión por la frivolidad, que —en muchos casos— a través de la complicidad y el abandono de sus juramentos y compromisos con el servicio público, prostituyeron el poder para servirse egoístamente de él.
La desilusión con el “cambio democrático” trajo consigo un desprestigio enorme para con la política y la función pública, lo que —a su vez— implicó el desprecio para cualquier actividad gubernamental, lo que hizo que la gente, de nueva cuenta, exigiera otro “cambio” en el que lo crítico, lo contestatario y lo que se mostrara como antagónico a todo lo establecido, fue ganando terreo dentro de las preferencias electorales y vistos, de nueva cuenta, con una mística que convenció, tanto a propios como a extraños, que estas prácticas serían desterradas, mientras que, prácticamente por decreto, las condiciones adversas serían abatidas e intercambiadas por otras ciertamente esperanzadoras pero prácticamente irrealizables.
Se abrió una nueva parte en la vida de la República Mexicana, lo que sus adeptos han dado por llamar “La Cuarta Transformación”, en donde las reglas políticas han cambiado, el diálogo y la negociación con las minorías se han congelado, al tiempo que la voluntad mayoritaria se impone basados en la legitimidad electoral, con lo que se transforman instituciones, se desarticulan y reorganizan para funcionar en la lógica de un nuevo régimen, parecido en mucho a lo vivido durante los 70 años del PRI, pero con tintes propios.
Así, con este breviario de los últimos 30 años, podemos afirmar que la frase “la reversa también es un cambio” se aprecia más como una premonición. Cambios han sido muchos, los avances… ya le tocará a la gente y a la historia juzgarlos
Andrés A. Aguilera Martínez
@AndresAguileraM