Desde que el ser humano puso un pie en esta tierra, siempre ha buscado medios y mecanismos idóneos para prolongarse seguridad, tanto de su entorno como de sus semejantes. Así es como surge la sociedad y así es como surge el Estado. El tránsito ha sido largo, desde las primeras comunidades primitivas hasta el complejo
Estado moderno, la asociación de los seres humanos siempre ha perseguido esta finalidad: comunidad, seguridad y apoyo. Sin embargo, no ha bastado la consciencia, la moral, ni la ética, ni el entendimiento y consideraciones mutuas, siempre se ha requerido de un ente que regule y garantice una convivencia armónica, en la que las pasiones sean sometidas al imperio de reglas que propicien la equidad y el equilibrio en las relaciones humanas y bajo la tutela de un órgano encargado de velar por su cumplimiento. Así surge el gobierno y su característica primordial: el monopolio del uso de la fuerza legítima, lo que quiere decir que el gobierno es el único ente del Estado autorizado –y legitimado– para ejercerla.
En este contexto, las llamadas “autodefensas” son una negación del propio estado y el regreso de la barbarie, pues con este hecho se desconoce la autoridad y eficiencia de las instituciones gubernamentales y la absoluta incompetencia para realizar su función primigenia, que es brindarle seguridad a una ciudadanía que es rehén de una violencia reiterada y en asenso. Por ello es que el gobierno no las debiera tolerar ni –mucho menos– auspiciar, pues se corre el riesgo de caer en la ingobernabilidad y en la negación misma de su existencia; sin embargo no es posible negar que existe una crisis de credibilidad en las instituciones gubernamentales, pues la sospecha de colusión entre servidores públicos y grupos delincuenciales se hace cada vez más patente y, peor aún, se evidencia más en una actitud cínica de quienes se asocian con el crimen.
Pareciera qué el escenario es desolador y devastador; sin posibilidad de mejoría ni esperanzas por retomar el camino de la justicia, sin embargo, debemos ser conscientes que para eso no basta exigirle a los gobernantes una actuación inmaculada y limpia. Todos debemos participar en ese proceso de limpieza y comenzar por nosotros mismos. Hay que ser intolerantes con la corrupción y con la complicidad que genera impunidad. Iniciar por casa, enseñando a cumplir la ley pues ésta existe para tener una relación armónica entre quienes la conformamos. Entender que quien ejerce la autoridad no se debe servir de su posición, sino servir a los demás, al tiempo que debemos comprender que los servidores públicos, si bien cobran un salario de nuestros impuestos, no son sirvientes de caprichos sino del bienestar de todos los que formamos al estado.
@AndresAguileraM