El pasado 26 de junio del presente año, a las 7:30 a.m., Enrique Peña Nieto, Presidente Constitucional de los Estados Unidos Mexicanos ingresó al Hospital Central Militar para ser intervenido quirúrgicamente. Esto se dio a conocer por la oficina de Comunicación Social de Los Pinos, la que informó que se trasladó al titular del Ejecutivo Federal tras sufrir un malestar físico que culminó en la extracción de la vesícula biliar. Este es un procedimiento medianamente rutinario al que se sujetan miles de mexicanos al año.
Ahora bien, durante los días de su convalecencia, muchas voces –sobre todo aquellas abiertamente “Peñafóbicas”– estuvieron difundiendo mensajes mezquinos, plagados de irresponsabilidad, en los que afirmaban que el Presidente padecía una enfermedad terminal y que –por ello– debía renunciar al cargo para atenderse.
El procedimiento está muy bien regulado en los artículos 84, 85 y 86 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, por demás está reseñarlo, pero baste referir que las ausencias temporales son cubiertas por el Secretario de Gobernación y las definitivas por elección o designación del Congreso de la Unión. Asimismo, la renuncia del Presidente deberá ser calificada, valorada y aprobada por el Congreso de la Unión, lo que echa por la borda cualquier intento de desestimar al Presidente de la República, pues requeriría de una incapacidad física que le impidiera seguir desempeñando su cargo, situación que está muy lejos de la realidad pues como demostró en la visita oficial de los Reyes de España a México. Con ello quedó en claro que el primer mandatario goza de cabal salud y está en condiciones de ejercer sus funciones sin ningún impedimento.
La salud de un Jefe de Estado siempre será un tema que llamará la atención y que atraerá la curiosidad –morbosa, en la mayoría de las ocasiones– de “conspiranóicos” recalcitrantes y de aquellos que utilizan el escándalo como su “modus vivendi”; pues es un tema de la mayor relevancia y que no debe tratarse cual “rumor del corazón”, ya que en su ausencia –sobre todo en los regímenes presidenciales– impera la inestabilidad y el desorden institucional. Se pierde la brújula y el rumbo, al tiempo que queda una gran estructura gubernamental y de poder al garete, en detrimento de una sociedad que necesita de las estructuras de gobierno para funcionar.
De tal suerte que me permito reiterar que tratar a la ligera –cual rumor frívolo– la ausencia del titular del Ejecutivo Federal es una irresponsabilidad y una muestra clara de la mezquindad empleada por aquellos pseudo adalides de la libertad de expresión que se empecinan en desestabilizar a la República.
@AndresAguileraM