Lo más destacado de la captura de Rafael Caro Quintero, incluyendo las abundantes señales de colaboración de inteligencia
por parte de las agencias estadounidenses, es el rápido crecimiento de la especulación en torno a Manuel Bartlett Díaz y las consecuencias que para él podría tener la entrega del detenido a los Estados Unidos.
Caro Quintero pasó 28 años en una cárcel mexicana sin ser sentenciado y fue liberado en 2013 tras ganar un amparo porque su proceso estaba injustificadamente “congelado”. Inmediatamente después de su liberación, ocurrida conforme a derecho, se desató un escándalo porque resultó que el personaje, que fue leyenda en los años ochenta, era del interés del gobierno norteamericano por el “detalle menor” de estar acusado, en aquel país, por el asesinato del agente de la DEA, Enrique “Kiki” Camarena.
Después de nueve años a salto de mata, pues tras su liberación de inmediato se intentó su reaprehensión, el hombre fue detenido en un operativo a cargo de la Armada de México, sin violencia en el momento, apenas unos días después de que el presidente Andrés Manuel López Obrador fuera recibido en la Casa Blanca por su homólogo estadounidense, Joseph Biden. En política no existen las casualidades y es imposible pensar que esta fue una; sobre todo si se atiende, tanto al malestar y preocupación crecientes que para el vecino del norte ha representado la actual política mexicana de “dejar hacer-dejar pasar”, en materia de combate al crimen organizado, como a las felicitaciones de la directora de la DEA a sus subalternos por la detención de capo ochentero.
Cuesta el mismo trabajo creer que en 2022, Caro Quintero siga siendo alguien de gran peso en el mundo del crimen organizado. Presentar su detención como la caída de un gran Señor de las Drogas es atractivo pero exagerado. Su tiempo y su momento fueron los años ochenta y su principal mercancía la marihuana. Hoy, casi 40 años después que fuera considerado el rey del narcotráfico, la hierba que traficaba es un producto de consumo recreativo legal en una muy buena parte de los Estados Unidos y, con usos diversos también legales, en México. Pensar que Caro Quintero mantuvo vigentes sus células criminales durante 28 años estando tras las rejas, y que al salir libre, además de ocultarse, reorganizó su actividad criminal para ocupar de nuevo un lugar de privilegio en la cadena de distribución y comercialización de drogas que él no manejaba: Fentanilo, Éxtasis, Cristal entre otras, y que lo pudo hacer en las narices de otros grupos criminales de la actualidad, con mucho mayor poder y capacidad de fuego de los que él alcanzó en 1985, es una ingenuidad.
El interés actual de los Estados Unidos en Caro Quintero, absolutamente real y vigente, tiene que ver con algo diferente a su historia como legendario introductor de sustancias prohibidas al mercado norteamericano. El nombre del juego se llama hoy, Enrique “Kiki” Camarena y a partir del caso del agente de la DEA y ciudadano americano asesinado por los sicarios del detenido (algunos aseguran que torturado por él mismo en Guadalajara), la detención del ex capo adquiere una dimensión distinta; policiaca sí, pero también y, sobre todo, política.
Hablar de la muerte de Enrique Camarena y la detención, con fines de extradición, de Rafael Caro Quintero, obliga a referirse a las muchas versiones periodísticas, ampliamente documentadas a lo largo de los años, que involucran en el caso, y lo señalan como corresponsable del asesinato, a Manuel Bartlett Díaz. Como secretario de Gobernación de Miguel de la Madrid, Bartlett tenía el control de la Dirección Federal de Seguridad, extinto órgano del estado mexicano a cuyos agentes se atribuye el secuestro de Camarena, así como su entrega a Caro Quintero y sus socios, para su tortura y asesinato. Hay reportajes publicados y sustentados en la versión de ex policías mexicanos, hoy acogidos al Programa Federal de Testigos Protegidos de los Estados Unidos, que sostienen la participación de Bartlett y otros altos mandos mexicanos ya fallecidos, como el general Juan Arévalo Gardoqui, en la planificación del secuestro, pero también en la tortura de Camarena.
Hoy Manuel Bartlett no solo es el director general de la Comisión Federal de Electricidad. Es también uno de los políticos más controvertidos del gobierno lopezobradorista porque se le ha documentado la propiedad de un patrimonio inmobiliario de cuantía inexplicable en función de sus ingresos como servidor público, además de la entrega de jugosos contratos de gobierno, de legalidad cuestionable, a su hijo León Bartlett. Pero eso no es todo, Bartlett es, además, el cerebro y el operador de una política pública en materia eléctrica que afecta los intereses del sector privado, marcadamente de varias empresas norteamericanas que no se han detenido para protestar, incluso ante su propio gobierno, porque sus inversiones están amenazadas por un cambio de reglas que viola, flagrantemente, lo pactado por México y EU en el TMEC, suscrito y presentado como un logro por el propio gobierno de López Obrador. Para rematar sobre quién es Bartlett, hay que recordar que se trata además, del funcionario mexicano sobre el que existe una investigación abierta en Estados Unidos por el caso Camarena y, sin duda, la extradición de Caro Quintero a Estados Unidos podría cambiar su condición de sospechoso a acusado y presunto responsable en EU.
Así como es imposible creer en las casualidades en materia política, es impensable que López Obrador no hubiera previsto las implicaciones de la detención de Caro Quintero para su gobierno y su director de la CFE. El presidente de México es, ante todo, un político pragmático que no ha dudado en cambiar de posición en función de los intereses de su proyecto personal; la militarización del país y su relación con Donald Trump son pruebas de ello. La gran pregunta ahora es si, presionado por los Estados Unidos, AMLO habrá cambiado de posición en el tema energético y esté listo y dispuesto para sacrificar a uno de sus principales colaboradores, dejar así de hostigar a las empresas privadas generadoras de electricidad y, con ello, apaciguar los ánimos y el malestar del poderoso vecino del norte, a cambio de algo del oxígeno que empieza a hacerle falta a su gobierno para transitar el último tercio del sexenio.
Alejandro Envila Fisher es periodista, abogado y profesor de la Facultad de Derecho de la UNAM. Dirigió durante 15 años la revista CAMBIO y Radio Capital. Fundó y dirigió durante cinco años Greentv, canal de televisión por cable especializado en sustentabilidad y medio ambiente. Ha sido comentarista y conductor de diversos programas de radio y televisión. También ha sido columnista político de los periódicos El Día y Unomásuno, además de publicar artúculos en más de 20 periódicos regionales de México desde 1995. Es autor de los libros “Cien nombres de la Transición Mexicana”, “Chimalhuacán, el Imperio de La Loba” y “Chimalhuacán, de Ciudad Perdida a Municipio Modelo.