Disociar el choque de trenes en la Línea 3 del Metro de la Ciudad de México, de la dinámica del proceso de sucesión presidencial adelantado,
como hoy lo exigen airadamente los colaboradores, seguidores y aplaudidores de Claudia Sheinbaum y del presidente López Obrador, es virtualmente imposible y lógicamente absurdo.
Por una parte, el presidente y su partido han convertido todos los temas de la agenda política en asuntos electorales sustentados en el discurso de la transformación. Eso incluye, lo quieran o no, también sus descalabros. Por otra está el hecho de que la política, antes y hoy, ha sido siempre así y no necesariamente es injusto y mucho menos es una mezquindad. A los gobernantes se les evalúa por sus errores y, cuando son suficientemente hábiles para destacarlos, también por sus aciertos. Una de las formas de calificarlos en lo inmediato son las encuestas que entregan índices de popularidad, pero la que cuenta en realidad son las urnas y los resultados electorales que arrojan. Además, normalmente se les recuerda por las decisiones que tomaron, o las situaciones que enfrentaron, con éxito o sin él, en los tramos finales de sus mandatos.
Un sexenio con importantes logros de largo plazo en sus primeros cinco años, el de Carlos Salinas de Gortari, es más recordado por el desastre de 1994, iniciado con el alzamiento zapatista del 1 de enero, continuado con el asesinato de Luis Donaldo Colosio en marzo, prolongado con la ejecución de José Francisco Ruiz Massieu en septiembre y cerrado con la evidencia de que una crisis económica tocaba a la puerta a pesar de que Pedro Aspe y el propio presidente Salinas la ocultaron y operaron para heredarle el problema a un ingenuo Jaime José Serra Puche, ya en el sexenio de Ernesto Zedillo.
Enrique Peña Nieto tuvo dos años iniciales de vértigo y logros sin precedentes. En una tercera parte de su sexenio logró las reformas estructurales que México no había conseguido en los 18 años previos. Sin embargo, el pésimo manejo de comunicación de los escándalos, de la Casa Blanca primero y de los 43 estudiantes desparecidos de Ayotzinapa, provocó que el sexenio peñista se pudriera anticipadamente y lo que pudo ser un gobierno de época, acabó en opinión de una parte mayoritaria de la sociedad y los electores, en el basurero de la historia.
Evaluar a la Jefa de Gobierno en función de los problemas no resueltos de inseguridad creciente en la CDMX, visibilizada por casos como el de Ciro Gómez Leyva y los olvidados hermanos Tirado, o por el virtual desmoronamiento del Metro en todas sus líneas y estaciones, no es una mezquindad como señalan los aplaudidores de Claudia Sheinbaum, sino una obligación ciudadana.
Mezquino sería cerrar los ojos ante el hecho de que hoy es imposible abordar, con confianza razonable, un convoy del Metro en cualquiera de sus estaciones. Mezquino es despedir en unas cuantas horas, y sin argumentación que lo justifique, al subdirector de operaciones del Metro para simular con ello un acto de justicia. Mezquino es que el monitoreo de trenes, en una de las ciudades más grandes del mundo, se realice manualmente a través de un sistema de papeles con pegamento y una pizarra, como si se tratara de diligencias en tiempos de la colonia. Mezquino es que Guillermo Calderón siga en el cargo de director del Metro, cuando ha sido incapaz de plantarse frente a la Jefa de Gobierno para exigirle el presupuesto necesario para subsanar las deficiencias estructurales del sistema. Mezquino es que los diputados de la CDMX volteen hacia otro lado, cuando ellos son responsables de haber aprobado los recortes y la astringencia presupuestal que tiene al Metro convertido en un tren de la muerte.
Claudia Sheinbaum fue advertida por sus opositores, por la sociedad y sobre todo por la realidad, de las deplorables condiciones en que se encuentra el Metro de la CDMX. Conoció la información y la confirmó al enfrentar los peores siniestros en la historia de ese sistema de transporte. A pesar de lo que los hechos indicaban, y de que se trata del medio de transporte de los pobres y de la clase media, decidió ignorar las advertencias y optó por gastar los históricos presupuestos de que ha gozado su administración, en programas diferentes al rescate del Metro. Sheinbaum tomó esa decisión a pesar de ser evidente que el problema del sistema de transporte es de dinero y eficiencia administrativa. Ya protegió antes a Florencia Serranía tras el derrumbe de la Línea 12; ahora protege a Guillermo Calderón, quizá porque se protege a ella misma, del choque en la Línea 3.
Lo verdaderamente mezquino y preocupante sería que la sociedad capitalina cerrara los ojos, simulara que nada realmente grave ocurrió, y le diera la vuelta a la página ante lo que es una inocultable negligencia continuada, que ha costado varias vidas y ha puesto en riesgo, a lo largo de más de cuatro años, a millones de personas cuya movilidad depende, fundamentalmente, del Metro.
Claudia Sheinbaum tiene mucho de qué preocuparse. Su problema no son los partidos de oposición que han dicho muy poco de fondo, sobre los problemas de la Ciudad de México, porque su voz y representatividad son marginales. El problema de la Jefa de Gobierno y precandidata favorita del presidente, es su disputa con la sociedad, que gracias a su propia campaña electoral adelantada, ya adquirió alcance y tintes nacionales. Así como los espectaculares de la Jefa de Gobierno están en todo el país, las imágenes del choque del Metro, y de cada uno de los “incidentes” registrados en él, están en los teléfonos celulares de casi todos los mexicanos, gracias a las aplicaciones de mensajería y a las redes sociales que, a pesar de su inocultable toxicidad, tienen alcance global y cobertura instantánea, tanto de los hechos que se difunden, como de las opiniones que ahí se expresan.