Resulta paradójico ver cómo los secretarios del gobierno de Andrés Manuel López Obrador repiten, como si fuera una canción,
el discurso que se dicta desde Palacio Nacional. Habrá quienes piensen que esto es una “gran estrategia de comunicación”, seguramente en términos propagandísticos lo es, pero eso no significa que lo que se menciona sea verdad, es más podría decir con certeza, que lo redundante es, en la mayor parte de los casos, mentira.
Y si escribo “secretarios” con minúscula, no es sólo ortográficamente correcto, es que quienes ocupan los cargos son así “pequeños”. Se han reducido en su pensamiento, en su actuar y en su dignidad a prácticamente nada. Se desdibujan todos los días, se tropiezan con sus palabras, se atragantan con sus incongruencias y buscan a toda costa defender lo moral y éticamente indefendible.
Las comparecencias ante el Congreso de la Unión, de algunos personajes a los que conocí como legisladora y servidora pública y que ahora forman parte del gabinete, son por decir lo menos patéticas. ¿Dónde quedaron los aguerridos políticos que se indignaban con los abusos de la llamada mafia del poder? La respuesta es simple: En el anonimato, arrinconados, muchos ni siquiera se dan cuenta que les mataron el alma en vida.
Y sí, la respuesta será “es costumbre de la derecha pensar que el pueblo no tiene pensamiento propio, pero el pueblo ama a López Obrador, somos millones los que lo queremos”, me lo escriben casi a diario los defensores del mandatario. Pero eso solo evidencia el culto a la persona, propio de una secta, no de ciudadanos que podrían, con otros elementos, argumentar por qué simpatizan con el presidente o su partido.
Conocía a Rosa Icela Rodríguez como secretaria de Desarrollo Social en la época en la que gobernaba Miguel Mancera, le tengo respeto como mujer, pero se lo perdí como política y como servidora pública, se desdibujó, se perdió en la figura de quien, desde su misoginia y egolatría, no permite que nadie destaque, pues el riesgo es que su verdadero tamaño, especialmente ético, apenas logre verse con lupa.
Su paso por la Secretaría de Seguridad Pública ha sido una desgracia para el país y sinceramente, lo siento por ella, creo que su trayectoria podría colocarla en otro lugar, también lo lamento por la lucha de las mujeres de florecer en los encargos que se dan no sólo por la paridad, sino por la igualdad, pero más me duele por las y los mexicanos que padecen la ineficiencia forzada y cuyo costo es incluso la tragedia de miles de familias y hogares enlutados.
Lo mismo me sucedió con Alejandro Encinas, Subsecretario de Derechos Humanos, de quien reconozco su destacado paso por el Senado, en el que fuimos compañeros. Ahora, en su encargo como parte de la cuarta transformación, no sólo se ha perdido en la vorágine de la incongruencia, ha defraudado sus propias luchas, ha permitido la humillación pública, pero también el avasallamiento a las causas por las que se supone luchó.
Muchas son los retrocesos que se han dado en este gobierno, pero el mayor daño se ha dado en la pérdida de identidad, en el menoscabo de la inteligencia, de la aspiración a ser y vivir mejor, y a la separación de los mexicanos que, colocados en los extremos de la lucha política, no logramos encontrar el camino de la cohesión, porque quien nos (des) gobierna, no permite el encuentro entre diferentes, más bien alienta la separación.
Pongo sólo dos ejemplos de los muchos que se han dado en estos cuatro años. En una plática informal, hubo quien me dijo que le dábamos demasiado poder al inquilino de Palacio Nacional, pues no le otorgamos crédito ni reconocemos las capacidades de los aspirantes presidenciales de MORENA, que desde la oposición asumíamos por pérdida la batalla del 2024, porque simplemente le concedíamos un poder supremo al presidente por elegir a su posible sucesor.
Debo reconocer que me hizo reflexionar su comentario, pero justo por ello, pude darme cuenta (y se lo agradezco) de que estas batallas electorales pueden o no ganarse, las circunstancias debemos construirlas desde una realidad que es completamente distinta al 2018, pero lo que sería imperdonable, es perder la capacidad de analizar y entender el enorme reto que enfrentamos como país. Esto no es un simple tema electoral, se trata de lograr que una Nación, desde lo diferente, pueda avanzar incluso en caminos paralelos, sin dar paso atrás a lo logrado.
Todo lo que hoy pretende construir este gobierno (paradójicamente, desde la destrucción) tiene como apellido al pueblo, pero el nombre propio nadie “tiene derecho a peleárselo al tlatoani”. “Él es el pueblo”
- En el nombre del pueblo, se cometen las mayores injusticias.
- En el nombre del pueblo, se gasta el dinero en caprichos presidenciales.
- En el nombre del pueblo, se deja sin medicamentos y sin servicios de salud a los más desprotegidos.
- En el nombre del pueblo, se olvidan las promesas de campaña y se desdeña la ley.
- En el nombre de pueblo, se difama, calumnia y castiga a quienes tienen independencia del gobierno y señalan sus errores.
- Es el pueblo el culpable de los errores del presidente.
¿Y qué es el pueblo para López Obrador? Para él, el pueblo es nada, porque sólo él lo encarna, es una masa “indefensa” que requiere que se le dirija porque es incapaz de generar su propia riqueza, su propio trabajo, sus propios ingresos.
Para el presidente, el pueblo es la imagen de la ignorancia y la pobreza, por eso merece “caridad” y no derechos, por eso “alguien más inteligente y poderoso como él” debe tomar las decisiones. Todas las mañanas escuchamos que “el pueblo tiene memoria”, pero curiosamente, es el tabasqueño quien le dice qué debe recordar.
Sin embargo, coincido el pueblo sí tiene memoria, quien la perdió en su paso por el poder, la soberbia y la vileza, es López Obrador, y es ese pueblo el que tarde o temprano, le obligará a recobrarla.
Adriana Dávila Fernández
Política y Activista