En su obra "El Príncipe", inspirada en el inescrupuloso Cesar Borgia, el diplomático, filósofo y escritor florentino Nicolás Maquiavelo, supone que la política se rige por una ética distinta que bajo sus propias leyes, difiere en esencia de la ética clásica (cristiana o aristotélica);
esta última, insta al hombre a observar en todo momento la bondad de los medios, mientras cede el patrimonio de los fines a los designios del hado o de la voluntad divina. Es evidente para Maquiavelo que la ética política no persigue el bien en sí mismo, sino la gloria y el poder. Bajo esta cosmovisión, la política deberá mantenerse siempre al margen de la moral religiosa, a la que sólo deberá ajustarse el hombre común, aquel que ha nacido para ser "gobernado". Para el "gobernante", por el contrario, el bien político materializado en el poder, habrá de justificar la naturaleza de los medios; Así el pensador italiano nos dice, en alusión al "gobernante", que no deberá preocuparse en modo alguno de "incurrir en la infamia de vicios sin los cuáles difícilmente podría salvar al Estado, porque si consideramos esto con frialdad, hallaremos que, a veces, lo que parece virtud es causa de ruina, y lo que parece vicio sólo acaba por traer el bienestar y la seguridad”. En este orden de ideas, la concepción maquiavélica de la ética plantea una dualidad irreconciliable; el ciudadano debe ceñirse a la "ética de medios" y centrarse en las "buenas obras", que de todo bien habrá de derivarse un bien semejante. Mientras tanto, en el marco específico de la política, pareciera factible afiliarse a la "ética de los fines"; bajo esta óptica, el mal e incluso el crimen podrían resultar justificables en aquellos casos en los que el bien político y el bien moral entran en conflicto. Así, el gobernante puede adueñarse bajo la justificación del ejercicio político o del supuesto "bienestar común", de un recurso de excepción (que a menudo emplea con tanta frecuencia, que termina por desdibujar cualquier clase de marco ético). Bajo esta perspectiva se abre la enorme puerta de la falsedad y la simulación. Como lo menciona el propio filósofo en su obra: "Un príncipe prudente no debe observar la fe jurada cuando semejante observancia vaya en contra de sus intereses" [...]. "No es preciso que un príncipe posea todas las virtudes, pero es indispensable que aparente poseerlas" [...]. "Está bien mostrarse piadoso, fiel, humano, recto y religioso, y asimismo serlo efectivamente; pero se debe estar dispuesto a irse al otro extremo si ello fuera necesario".
Tal ética de la farsa, del cinismo y de la hipocresía, ha sido el sello distintivo, la mácula inocultable de la "cuarta transformación" (que en la dinámica del retroceso, nada transforma). Se trata de una ética maquiavélica y acomodaticia que recomienda, como lo señala el propio escritor, "disfrazarse bien y ser hábil en fingir y en disimular", ya que "los hombres son tan simples y de tal manera obedecen a las necesidades del momento, que aquel que engaña encontrará siempre quien se deje engañar". De este modo, la misma corrupción que se repudia en el "otro", será tolerada con descaro en los cercanos al poder; ética mágica y conveniente, holgada y complaciente, que reserva para sí la impunidad y las prebendas. Es la ética del embalsamamiento momentáneo que devuelve lozanía a los cuerpos corrompidos; la que permite a "nuestro hermano" llenarse las bolsas de dinero mal habido, que será perfumado de inmediato en la "virtud de los fines". Es la ética podrida y engañosa, que les permite ignorar las necesidades verdaderas, las que no se resuelven con "subsidios etiquetados", con dádivas miserables, con ayuda a cuentagotas, con discursos fatuos o promesas demagógicas. Es la ética del "Tartufo", la del embaucador y el embustero; ésa que les llena la boca con sus míticas "hazañas sanitarias", mientras los niños con cáncer se aferran a la vida y los muertos se apilan en el montón de las cifras. Ésa por la que jamás buscarán en el diccionario la palabra "feminicidio" porque, al fin y al cabo, ¿qué diferencia habrá al final en la cuenta de los muertos? Ésa que les permite confundir con facilidad la violencia y el crimen con el "inevitable paisaje" de nuestra realidad cotidiana, ésa que les permite esperar sentados a que la pandemia "se agote” para que cesen los muertos, ésa que les procura la serenidad necesaria para contemplar a sus conciudadanos ahogarse bajo las aguas, mientras esperan impávidos a que cesen las lluvias. Es esta "moral" de la desvergüenza y la desfachatez, la que impide que se sonrojen al editar su "Guía Ética para la Transformación de México", oropelada e insípida, falsa y engañosa como un cadáver maquillado que se pudre por dentro. No hay recomendaciones éticas más indignas y abominables que las que se prodigan para buscar la propia beatificación, las que intentan revestir a quien las signa con aluviones de bondad y de pureza. De ahí su vacuidad evidente, su sonido a moneda falsa, su similitud con los consejos del “gurú” de las revistas de modas, o con las papeletas que encierran en sus entrañas las “galletas de la fortuna”:
“Del trabajo: No hay mayor satisfacción que tener trabajo y disfrutarlo”
“De la riqueza y la economía: No es más rico el que tiene más, sino el que es más generoso”.
“De los acuerdos: Los compromisos se cumplen”.
"Del pasado y del futuro: Quien no sabe de dónde viene difícilmente sabe a dónde va".
Perdonen que me ausente, tengo urgencia de vomitar.
Dr. Javier González Maciel
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Estudios universitarios en Psicología, Médico Cirujano, Especialista en Cardiología, alta especialidad en Cardiología Intervencionista en Madrid España, titular de posgrado en Cardiología clínica, profesor universitario, director médico en la industria del seguro de personas y conferencista para América Latina.