Uno de los párrafos del famoso discurso que el General Simón Bolívar pronunció ante el Congreso General de Venezuela con motivo de su instalación,
el 15 de febrero de 1819 en la ciudad de Santo Tomé de Angostura, parece presagiar con plena vigencia y atemporalidad los componentes esenciales que han favorecido en América Latina el auge de la plaga populista que, como un implacable y silencioso cáncer, debilita e infiltra las democracias liberales, se adueña de los órganos sociales, y engaña las defensas de la masas irreflexivas mediante una emocionalidad descarada y primitiva que castra y neutraliza la razón y el intelecto: "Un pueblo ignorante es un instrumento ciego de su propia destrucción; la ambición, la intriga, abusan de la credulidad y de la inexperiencia de hombres ajenos de todo conocimiento político, económico o civil; adoptan como realidades las que son puras ilusiones; toman la licencia por la libertad, la traición por el patriotismo, la venganza por la justicia". Pero el populismo es algo más que un engaño ventajoso; es la antítesis del progreso, el camino de la deconstrucción, el desmoronamiento progresivo de la institucionalidad estatal, el ataque malintencionado de los principios democráticos. Poco le importan al populista las libertades individuales, el pluralismo, el diálogo, la libre expresión, los indicadores económicos o sociales, o la certidumbre que proporcionan los marcos legales e institucionales. Obedece en realidad a una "lógica" distinta, con objetivos alejados de la participación igualitaria, de la representación equitativa o del desarrollo armónico de la sociedad en su conjunto. Pretende tan solo controlar a las masas, convertirse en su voz, empapar sus mensajes del reclamo popular, recrudecer y profundizar las diferencias sociales, espolear el resentimiento de las mayorías "despojadas" hacia las "élites dominantes" que, situadas intencionadamente en un polo antagónico, servirán para asumir la carga de sus injusticias, la responsabilidad de sus yerros, la culpa de sus desatinos. Es la carga emocional de esta liga identitaria entre el líder y "su pueblo" la que consigue el milagro, la adhesión fanática, la fidelidad ciega, la transfiguración "providencial" de su "carismático" líder. El resultado de la gobernanza es materia superflua, intrascendente, siempre estará el "otro" para asimilar las faltas, el enemigo moral, el neoliberal, el neoporfirista, el conservador, el empresario, el colonizador, o cualquiera que haya sido elegido bajo su visión polarizante y maniquea como el adversario popular. No hay de hecho necesidad de avance; la perpetuación de la miseria, de la irreflexión, de la incultura o del rezago, le vendrán como "anillo al dedo" para su "yugo" asistencialista. No hay mejor puntal para un líder populista que la indigencia y la pobreza: ahí prospera la dádiva alienante, los "apoyos" con los que se compran los votos y las lealtades. Pero, ¿qué hay del progreso, del desarrollo personal en la cultura del esfuerzo, de la autosuficiencia y del trabajo? ¿Qué de la posibilidad de acceder a una educación de calidad, del empleo digno o de la movilidad social?: Convertidos en meros tecnicismos de la perversidad neoliberal, serán cosa del pasado, irrelevantes objetivos de la mentalidad conservadora. Poco interesan para su perspectiva electoral: Basta que el pueblo se sienta representado, rescatado, reivindicado en sus reclamos al margen de los hechos. Siempre habrá "otros datos", siempre se tendrá a mano el recurso mentiroso, la trampa del demagogo, de este ser mendaz y desvergonzado definido por el periodista de Baltimore Henry Louis Mencken, defensor de la libertad de conciencia y de los derechos civiles, como "aquél que predica doctrinas falsas, a hombres que sabe idiotas". De ahí el perfil del líder populista; desprecia la intelectualidad, exhibe una desfachatez irreverente que parece enorgullecerse de su miserable estupidez; la formación estorba, la experiencia es tan solo un adorno superfluo, una condición inútil; el lenguaje de la reflexión, la herramienta de la inteligencia, el lóbulo frontal del cerebro, son apéndices innecesarios en la simplicidad de su narrativa. Para ser el "pueblo mismo", el depositario de ese mandato emergido de las masas, no es necesario el "oropel de la razón". El poder que "le confiere el pueblo" es ilimitado, incuestionable, irrefutable; posicionará al líder sobre toda voluntad, sobre el poder Judicial, sobre el Legislativo, sobre los organismos autónomos o sobre todo aquel que no comulgue a cabalidad con su visión, que quedará automáticamente confinado a la traición, la corrupción o la inmoralidad. El populismo confiere así un poder sin coto; conduce al autoritarismo, al desconocimiento de toda ley por encima del "pueblo", de toda voluntad distinta a la del líder. Su condición omnisciente perdona los pecados, lava las culpas, exime a los violadores, redime a los corruptos: la sumisión incondicional, la lealtad ciega es a sus ojos un baño de pureza.
¿Cómo evitar que el populismo nos engulla, que devore en su inconsciencia la vulnerada democracia?
Cronos, dios del tiempo, se adueño del universo mutilando y destronando a su padre. Para evitar que sus hijos hicieran lo mismo con él, como lo había anunciado el oráculo, decidió engullirlos a medida que iban naciendo. Pero al nacer Zeus, su madre Rea tuvo una idea brillante para evitar que su padre lo devorara: Envolvió una piedra en pañales que hizo tragar a Cronos haciéndole creer que era su hijo. Finalmente, Cronos fue destronado por el poderoso Zeus.
¡El infame devorador sucumbió a su apetito ante el invencible poder de la inteligencia y la razón!
Dr. Javier González Maciel
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Estudios universitarios en Psicología, Médico Cirujano, Especialista en Cardiología, alta especialidad en Cardiología Intervencionista en Madrid España, titular de posgrado en Cardiología clínica, miembro de la Sociedad Española de Cardiología, profesor universitario, director médico en la industria del seguro de personas y conferencista para América Latina