La democracia es ese espacio abierto, dinámico e inclusivo que nos convoca en la diversidad, que nos inserta en el espacio público sin demérito de nuestra singularidad; al reconocer la alteridad, al abrirse al diálogo en el marco de la diferencias, al repensar la
política como una actividad integradora que preserva la disimilitud y la individualidad, al valerse de la interlocución y del consenso para reunir a los diversos, la democracia nos iguala, nos ubica en esa dimensión horizontal en la que tienen cabida el argumento, la disidencia, el acuerdo, el contrapeso, la deliberación o el debate; al reconocer la "otredad", al entender que el diálogo y la mutua persuasión pueden transformar la heterogeneidad y las divergencias en puntos de encuentro, en acciones y en convergencias, en colaboración y en convivencia, la política adquiere su verdadero sentido: Mantener la unión de los unos con los otros, fomentar la interacción "inter homines", preparar el paraje en el que habrán de construirse los pactos y los acuerdos. La verdadera democracia no impone jerarquías; reclama su valor en la igualdad y se enriquece en la diversidad. Así, nada la amenaza en mayor grado que las posiciones irreductibles, los fundamentalismos, el dogmatismo radical, el pensamiento monolítico, la negación de la pluralidad (ese escollo primigenio en el camino de los totalitarismos).
Los autoritarismos nacen donde muere la pluralidad, donde la arrogancia, la megalomanía o el mesianismo, pretenden imponer sus "datos", sus "verdades absolutas", sus postulados "irrebatibles"; ahí donde se busca el control, la homogeneidad sumisa, la adhesión incondicional, la lealtad ciega, la anulación de facto del espacio político. En este nuevo arreglo, excluyente y cerrado, en el que se alientan la sumisión y la obediencia dogmática, en el que se exige al individuo la sujeción incondicional, el hombre deviene en masa (única posibilidad de "participación" y "agrupamiento"). Rehusarse a la alineación, escapar de la "fusión", negarse a formar parte de ese conglomerado plástico, amorfo y complaciente, supondrá el señalamiento, la estigmatización, el denuesto, la desconexión inmediata del núcleo social mediante arreglos maniqueos.
Tal es el tenor del "pensamiento" monolítico, de la monomanía enfermiza, de los rígidos posicionamientos ideológicos de nuestro cenutrio palaciego; ha emprendido la ruta sin retorno, la fórmula de la desconexión social, la que desoye y nulifica al "otro", la que evade el reconocimiento mutuo, la que escinde y excluye a todo el que disiente, al margen de su legitimidad o de la racionalidad de sus argumentos: Es esta la ideología de la desconexión, la que socava y enloda la imagen del crítico, las voces de la intelectualidad, las opiniones del experto, los reclamos justificados de los "separados" o los excluidos, los derechos individuales de las minorías pensantes: La solicitud de medicamentos y de atención médica devendrán en "golpismo"; las reivindicaciones feministas en "ataques orquestados por oportunistas y neoliberales"; la petición de una tercera dosis de vacuna para el personal médico, en "oscuros intereses de la industria farmacéutica".
Pero hay algo peor que la desconexión social, una ruta más perversa y pedregosa que amenaza la solidaridad y la democracia misma: La desconexión moral, la semilla cainita de la insolidaridad y del desprecio. Dicha desconexión permite lo inadmisible, justifica lo reprochable, pretende dar sentido y legitimidad a sus comportamientos insolidarios y a su negligencia criminal. ¿Cómo puede nuestro inquilino de Palacio acallar su conciencia, mantener intacta su apreciación de sí mismo, permanecer incólume en su megalomanía o suponer que escribirá con páginas de oro su paso por la historia, si no es a través de la desconexión moral absoluta de la realidad que lo circunda? Insensible a las necesidades de los demás, ajeno a los principios de la solidaridad y la empatía, nuestra acémila de dos patas se aferra a su insensatez, al autoengaño, a la supresión acomodaticia de su responsabilidad frente a la desgracia. Sólo la atrofia de la conciencia moral, la carencia de solidaridad y de empatía (que siempre dispone de "otros datos"), la desconexión de sus responsabilidades morales, pueden hacer posible que en medio de la pandemia y de la muerte, ante los índices más altos de homicidios y feminicidios de los que tengamos memoria, ante el desabasto de insumos y medicamentos que ha llevado a la muerte a decenas de niños con cáncer, ante los cientos de mujeres asesinadas mensualmente en nuestro país, ante la tragedia evitable de quienes murieron en el metro, ante los informes cada vez más alarmantes y frecuentes que dan cuenta de la pobreza en crecimiento, del desempleo rampante, de la desaparición de miles de empresas y de pequeños comercios, de las masacres y los asesinatos del crimen organizado, se aferre a la inacción, a los "abrazos sin balazos", al discurso hueco y demagógico, a las fórmulas obsoletas de un pasado enterrado. Para él, la tragedia y la muerte pueden esperar, pues hay aspectos de mayor importancia; combatir con denuedo los embates de sus "adversarios", desenmascarar las "mentiras" y las "descalificaciones de la prensa", revelar ante la opinión pública los inadmisibles "insultos" publicados en "twitter", ocupar el espacio público con su inútil verborrea, replicar en el Zócalo la antigua Tenochtitlán, silenciar a cualquier precio las voces de la disidencia. Es algo más que cortinas de humo, que distracciones manipulativas: es el cáncer y la podredumbre de la descomposición moral.
Dr. Javier González Maciel
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Estudios universitarios en Psicología, Médico Cirujano, Especialista en Cardiología, alta especialidad en Cardiología Intervencionista en Madrid España, titular de posgrado en Cardiología clínica, miembro de la Sociedad Española de Cardiología, profesor universitario, director médico en la industria del seguro de personas y conferencista para América Latina