La gangrena de la hipocresía

La libertad de expresión, como un derecho natural e inalienable de los seres humanos, se encuentra profundamente enraizada en nuestra cultura occidental y es considerada hoy día como uno de los atributos primordiales de las sociedades democráticas; 

 fue consagrada en su momento por la Declaración de Derechos y Deberes del Hombre y el Ciudadano tras la Revolución Francesa de 1789 como un derecho fundamental vinculado a los principios básicos de igualdad y libertad, que se transformarían más tarde en la conocida divisa revolucionaria (Liberté, Égalité, Fraternité). Así, es posible leer en el artículo 11 del texto votado por la Asamblea nacional constituyente, que "la libre comunicación de pensamientos y opiniones es uno de los derechos más preciosos del hombre; en consecuencia, todo ciudadano puede hablar, escribir e imprimir libremente". Pero tal libertad no se presenta como un derecho ilimitado o irrestricto, pues su ejercicio es "a trueque de responder por su abuso". Podemos plasmar la esencia de la libertad de expresión utilizando la famosa frase de Evelyn Beatrice Hall (erróneamente atribuida a Voltaire); "estoy en desacuerdo con lo que dices pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo". Tal expresión parece resumir, enfatizar y ponderar nuestra idea central de que las sociedades democráticas tienen la obligación de defender a ultranza la libertad de expresión, evadiendo la censura y las "verdades oficiales". Pero la utópica idea de que nuestro derecho a comunicar o expresar nuestras opiniones y pensamientos no debe estar sujeto a restricción alguna, no se condice a plenitud con la realidad legislativa de los Estados democráticos. Ahí donde la difamación, la calumnia, el odio o la injuria se adueñan del discurso, donde se vulneran los derechos de los otros o se violenta la ley, donde se viola el derecho a la intimidad, donde se lesiona la dignidad o el honor del "otro", la libertad de expresión alcanza sus cotos.

Arropados en los derechos que nos otorgan las sociedades democráticas, y arrogándose incluso la defensa misma de la libertad de expresión, los políticos de hoy han introducido en su discurso el lenguaje del odio, las estrategias de la descalificación, las tácticas de la difamación, especialmente en el contexto de la creciente "plaga populista" que azota nuestro continente y que, al margen de su posición en el espectro ideológico, siembra la confrontación, la división y la escisión social". Nada más alejado de la "información" o de la comunicación de ideas, pensamientos u opiniones mediante el uso del lenguaje (que apunta siempre en último término a la construcción de "sentidos" y "significado"), que el discurso violento, que la retórica de la adjetivación, la estigmatización y el denuesto (que persigue siempre la destrucción o la descalificación del "otro"). Imbuido de este mal, nuestro Inquilino de Palacio, nuestro fracasado poeta del insulto, nuestro exponente supremo del Tartufismo y la mentira, parece haber olvidado la premisa básica, la condición primordial que diferencia la comunicación política de ese bodrio de denostación mañanera que él supone un "diálogo circular". Pero ahí donde no hay argumentos sino descalificaciones, donde se excluye la posibilidad de respuesta, donde se suprime el derecho a la réplica y al intercambio de opiniones o de razones políticas, donde se denigra moralmente al "adversario" o se le despoja de su dignidad, donde se intenta imponer "verdades" ideológicas o "credos" supuestamente irrefutables, donde el lenguaje político toma la forma de un monólogo para evitar que en el diálogo se impongan las "razones" o los "mejores argumentos", donde se instituye desde las cúpulas del poder (con los ilimitados recursos del Estado) una persecución implacable y ventajosa del disenso, donde se institucionaliza un instrumento inquisitorio en contra de los medios de comunicación y los periodistas que cometen el "pecado capital" de cuestionarlo o de señalar su errores (el "Quién es quién en las mentiras de la semana"), no hay democracia posible. Las expresiones desde el poder se reducen al acoso, a la persecución, a la segregación, siempre en un visible marco de prejuicios e intolerancia. La consecuencia esperada, la resultante de tal sumatoria es siempre la misma: infamar, acrecentar la hostilidad, el odio, la discriminación o la estigmatización contra esas personas o grupos de personas, que el microscópico intelecto de nuestro habitante palaciego ha focalizado en la prensa crítica y en sus "rivales" políticos.

¿Cómo puede llevar su hipocresía a tales excesos de fingimiento y falsedad? ¿No es acaso una manifestación extrema de simulación y fariseísmo que el principal promotor del odio contra la prensa se lance en "defensa" de los periodistas amenazados? ¿Cómo puede reprobar los ataques y las amenazas a la prensa el "Torquemada" de ese infame Tribunal de censura y linchamiento que, bajo el ridículo nombre de "Quién es quién en las mentiras", constituye la manifestación más clara e inequívoca de su vocación antidemocrática?:

"Quiero expresar mi solidaridad con la periodista Azucena Uresti por la amenaza que recibió de una de las organizaciones de la delincuencia.
Quiero decirle que cuenta con nosotros. Desde que me enteré, di instrucciones para que se le atendiera. Ya se estableció comunicación con ella, el subsecretario Alejandro Encinas la atendió y ya se estableció un mecanismo de protección.

Repruebo completamente esas amenazas, no admitimos que se actúe de esa forma. Y vamos a proteger a Azucena y vamos a proteger a todos los mexicanos, es nuestra responsabilidad la protección de los mexicanos, que no sean dañados, que no sean intimidados, que no sean amenazados por nadie.

De modo que reitero mi solidaridad a esta periodista, Azucena Uresti, y a todos los periodistas, con la garantía de que siempre nuestro gobierno va a proteger a quienes llevan a cabo este oficio, quienes se dedican al noble oficio del periodismo, y a todos, dirigentes sociales, y a todos los ciudadanos, es nuestra responsabilidad y la asumimos".

Si la estupidez, el cinismo y la hipocresía consumieran nuestro cuerpo como una gangrena, no conoceríamos ya al habitante de nuestro Palacio.

Dr. Javier González Maciel

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Estudios universitarios en Psicología, Médico Cirujano, Especialista en Cardiología, alta especialidad en Cardiología Intervencionista en Madrid España, titular de posgrado en Cardiología clínica, miembro de la Sociedad Española de Cardiología, profesor universitario, director médico en la industria del seguro de personas y conferencista para América Latina