Colocado en el centro de la narrativa, infiltrado en la retórica oficial, el odio cumple su función política: Configurar al "adversario", transformarlo en receptor de los estigmas, en eje del mal, en el enemigo a ultranza del bienestar y del logro, en el obstáculo a vencer, en el depositario unívoco de la perversidad y la
malicia; insertar en el imaginario popular la dinámica de la confrontación, el enfrentamiento dual entre el "bien" y el "mal", el antagonismo irreconciliable y sin matices que, derivado en absoluto, destierra de sus dominios la figura del "otro", la presencia del odiado. En los arreglos radicales no hay equilibrios ni conciliaciones; convenir con el otro es pactar con "el mal". El "contrario" es desvirtuado, despojado de su realidad compleja y móvil; convertido en arquetipo, en enemigo monolítico, en la representación misma de lo indeseable y lo condenable; despojado de sus rasgos individuales, de su argumentos específicos y de su "racionalidad" intrínseca, se deposita en la misma cesta, en el cajón de sastre del opositor y el disidente; ahí convergen la prensa y la crítica, los empresarios y los "clasemedieros", los "prianistas" y los fifís, los neoliberales y los colonizadores, los conquistadores y los inversionistas, los "aspiracionistas" y los "clasistas". No se trata ya de ese odio individual que nos enfrenta cara a cara, de ese odio concreto, íntimo e interpersonal que reconoce rostros y motivos legítimos; se trata del odio en plural, impersonal y difuso, prototípico y abstracto; vehículo de la sinrazón, de la visceralidad y el dogma, de la cerrazón y las monomanías. Es odio a la "otredad", repudio a la "diferencia", intolerancia al disenso. El reduccionismo del odio permite la bipartición, el "nosotros" contra el "ellos", la separación artificiosa de los "buenos" y los "malos" que redirige la animadversión, que cataliza las tensiones, que legitima la violencia, que justifica el repudio y el rechazo ciegos, que anula la pluralidad y que denigra al contrario para despojarlo de su legitimidad. En los arreglos del odio público los rasgos se desdibujan, las individualidades se diluyen; de ahí su utilidad, su fuerza cohesiva, su instrumentalización recurrente. El odio es alentado desde el poder no solo para destruir al "otro", al enemigo común, al disidente o al discrepante; genera adhesiones, fomenta consensos, aglutina a los adeptos, atrae a los "leales", crea lazos comunes y poderosos vínculos identitarios, refuerza las alianzas, las coaliciones doctrinarias, la "lucha" común, la re-elaboración reactiva del "nosotros" frente al "ellos".
La encarnación en el "adversario" de todos los males posibles y pensables, da sentido a su destrucción, centraliza las agresiones, focaliza el repudio social y justifica en los hechos la violencia de Estado, la ideologización de las políticas públicas, las transgresiones a los ordenamientos de la ley, los ataques frontales a las instituciones o la violencia descarada y abierta de grupos y colectivos en contra de los "señalados", del "enemigo común", de esa amenaza difusa y "fantasmal" que cambia de rostro y de identidad a conveniencia del gestor, del alimentador del odio, del que utiliza los afectos para "controlar" a los demás.
Bajo esta dinámica perversa, bajo esta retórica absolutista del odio y la confrontación, no hay espacio para el consenso, no hay sitio para la negociación, no hay oportunidad para la paz; el "adversario" no es legítimo, carece de interlocución, de reconocimiento en la pluralidad. Sus razones o creencias se consideran "engañosas", "desviaciones" inaceptables del pensamiento "correcto"; sin cabida para intercambios, sin posibilidades de disertación, sin interlocutores en el horizonte, el otro es tan sólo el enemigo a vencer, el "hostis humani generis" que debemos repudiar. ¡Nuestro Inquilino de Palacio lo sabe! De ahí su "vocación polarizante", su afán "incomprensible", su insistencia infatigable, su desesperación evidente por materializar a toda costa la "Revocación de Mandato", no como herramienta legitima de democracia participativa ni como un afán genuino de "empoderar" a la gente; es la herramienta infalible de la confrontación bipolar, la institución de la dinámica del odio transmutada en "consulta", la recreación de esa pugna entre el "nosotros" y el "ellos", la instrumentalización de la visceralidad y del prejuicio ciego. Se trata de legitimarse, de cohesionar a sus huestes frente a la amenaza "externa", de posicionarse en el imaginario popular como el "elegido" por la historia para plantar cara a las agrupaciones del "mal", de reforzar los vínculos identitarios con la figura de "el pueblo", de confrontarlo artificiosamente con la figura del "adversario" en la que convergen a un tiempo el disenso y la pluralidad. El odio es siempre de doble signo; separa y cohesiona a la vez, nos distancia del otro pero nos convoca en el "rechazo", en la "aversión común", en la "inquina compartida". No es casual que la "Revocación de Mandato" haya sido aplicada en 2004 contra el mismo presidente que impulsó su incorporación en la Constitución de la República Bolivariana de 1999: Hugo Chávez Frías. Bajo un traje legítimo y en manos de los populistas, la Revocación de Mandato es la herramienta perfecta para capitalizar el odio, para dicotomizar a la sociedad, para trasladar sus confrontaciones subterráneas al plano de lo público, para materializar en la esfera de lo legal la dinámica de la pugna, la trampa maniquea con que se atiza la enemistad, con que se afincan los prejuicios, con que se reconstruyen en la sociedad las divisiones y el rencor: "Conmigo o contra mí", expresión inequívoca del reduccionismo ignorante, del repudio insensato a la diversidad y al pluralismo, de la imbecilidad que desconoce el poder de la conciliación. Imposibilitado por sus limitaciones congénitas y por su atrofia cortical, incapacitado por su microscópico intelecto para convertirse en un hombre de Estado, nuestro Inquilino de Palacio, nuestro paradigma de la ignorancia rupestre y patética, recurre al ábaco del simplismo, a los arreglos reduccionistas y dicotómicos del idiota, a la visiones en blanco en negro de la sociedad y de la historia.
¡No mi señor! La revocación de mandato no apunta a consolidar la máxima de "el pueblo pone y el pueblo quita"; es fuego en el caldero de los odios convenientes, de la polarización a ultranza, de las visiones reduccionistas del "nosotros" y el "ustedes". No caeremos en la trampa. Usted se irá de cualquier modo por la fuerza de sus fracasos, por la realidad de sus muertos, por la incompetencia de sus cercanos, por la inutilidad de sus actos, por su inacción y su impericia. Se irá dejando tras de sí su estela de miseria, de promesas incumplidas, de retroceso evidente. Se irá entre los masacrados y las asesinadas, arrastrando su ineptitud, sus "abrazos sin balazos", su derrota inequívoca, su inútil tránsito por nuestra patria y nuestra historia.
Dr. Javier González Maciel
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Estudios universitarios en Psicología, Médico Cirujano, Especialista en Cardiología, alta especialidad en Cardiología Intervencionista en Madrid España, titular de posgrado en Cardiología clínica, miembro de la Sociedad Española de Cardiología, profesor universitario, director médico en la industria del seguro de personas y conferencista para América Latina