La concesión del poder político encuentra su justificación racional en el logro del bien común. La sociedad transfiere a algunos de sus miembros la facultad de dirigirla, habida cuenta que el ejercicio del poder tendrá como fin último el bienestar de sus integrantes. Quien gobierna debe ser capaz de
identificar, en medio de una amplia gama de grupos e intereses, en ocasiones contrapuestos, el común denominador, el "consensus omnium" para hallar soluciones y tomar decisiones en el punto de equilibrio, en la frontera exacta entre el beneficio máximo y el mínimo perjuicio. Tal es el rasgo primordial de un "buen gobierno", el ropaje ideológico de los "hombres de Estado": El logro común supone siempre una renuncia, una negociación, un ceder para obtener, un intercambio benéfico en aras de la convivencia, de la pluralidad y la diversidad, del crecimiento orquestado y de la realización comunitaria. Pero ahí donde el poder se transmuta en dominio, donde priva la subordinación sobre el consenso, las políticas clientelares sobre los beneficios universales, la imposición sobre el acuerdo, la coacción sobre la persuasión, la promesa sobre el resultado, el miedo sobre el respeto, el capricho político sobre los límites de la legalidad, la legitimidad se desvanece y el poder se atrinchera en el foso de la intimidación, tras el alambre de espino de la persecución y del estigma, tras el invisible parapeto de la amenaza y la exclusión. Así, el poder legítimo va más allá de la capacidad de imponer, a través de la fuerza o la coerción, la obligación de obedecer; exige racionalidad, apego a la legalidad, respeto a la pluralidad, espacio para el disenso, equidad frente a la ley. Los populismos latinoamericanos han transformado la voluntad "mayoritaria" depositada en su líder en tiranía inequitativa, desigual y excluyente, en pasaporte inobjetable para atropellar a las minorías, para burlar los ordenamientos legales e institucionales, para desmantelar y deslegitimar la oposición y los contrapesos, para abatir y sojuzgar a detractores y adversarios. Surge así la tormenta perfecta, la confrontación irreconciliable, la dinámica insalvable de los polos enfrentados; en el "otro" se conjugan la conspiración y la amenaza. Emana así la paranoia política, la vigilancia atenta, el ansia de control, la creación delirante de "enemigos" y de "complotados", la restricción de los derechos y las libertades individuales, las sospechas recurrentes, la obsesión por la confabulación: Instalado en la paranoia surgida de su impericia, de su incapacidad crónica para dirigir y gobernar, de su gestión inestable y tambaleante, de su visión maniquea de la realidad y del mundo, nuestro inquilino de Palacio, nuestro enfermo mental ambulatorio, delira despierto, atrapado siempre en la retórica de la sospecha, en la garras de la desconfianza, en la amenaza del boicot; su megalomanía (burda compensación de su insignificancia constitucional) aviva en su mente el sentido de "autorreferencia": Todo confabula en contra suya, el mundo le persigue, los periodistas le atacan, los conservadores le acechan, la clase media aferrada a su clasismo, a su egoísmo constitutivo y a su "aspiracionismo" perverso intenta arruinar sus proyectos, dinamitar su transformación y su indefectible tránsito por la historia. La paranoia es sin duda el sello del dictador, el atributo distintivo del demente y del autócrata: de Stalin a Gadafi, de Ivan el Terrible a Amín Dada, de Chávez a Obrador. Cada mañana la cantaleta delirante, la obsesión monomaníaca, la difamación y la calumnia, las acusaciones sin sustento, los enemigos espectrales del ayer y del mañana, la amenaza velada, la retahíla de insultos, apelativos, ofensas y descalificaciones. Sólo la sumisión o la incondicionalidad, evaden su persecución. ¡No hay medias tintas! Su paranoia asume a cualquier otro como extraño o como enemigo; los manipuladores de ciudadanos que instrumentan el boicot, la prensa que se ensaña con su figura impoluta, las hordas implacables del conservadurismo, los fantasmas del Salinismo y del "prianismo", los niños con cáncer de la "derecha internacional", los embates egoístas de esa clase media que deberá ser reemplazada por sus decisiones en las urnas, los órganos autónomos, el INE y el Tribunal Electoral, las organizaciones de la sociedad civil, los jueces del viejo régimen, los empresarios nacionales y extranjeros. Y a un lado de sus delirios, de su discurso inútil y enfermizo, desfilan sus muertos, sus pobres en crecimiento, sus enfermos abandonados a su suerte, sus mujeres asesinadas, sus masacres del día, sus niños con cáncer, su economía a la deriva y su inseguridad rampante.
Crónica de la paranoia y del fracaso, del delirio y la inutilidad, del engaño y la ignorancia.
Dr. Javier González Maciel
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Estudios universitarios en Psicología, Médico Cirujano, Especialista en Cardiología, alta especialidad en Cardiología Intervencionista en Madrid España, titular de posgrado en Cardiología clínica, miembro de la Sociedad Española de Cardiología, profesor universitario, director médico en la industria del seguro de personas y conferencista para América Latina