En el círculo del soberbio el entorno se desdibuja, se contrae o se expande al ritmo de su arrogancia; desconectado del mundo, hechizado por las reverberaciones de sus
monólogos interminables, empantanado en las fantasías solipsistas con las que materializa en la realidad lo que su ego imagina, el narcisista se extravía, se adentra en su propia imagen como en el juego inagotable de un espejo frente a otro. Atrapado en el interminable sueño de su omnipotencia infantil, en su red de ficción, en su falaz andamiaje de mitos y relatos, se esconderá tras el telón para gozar de la tramoya, del escenario imaginario, para representar su papel triunfante, su rol protagónico; para regodearse en el despliegue de su yo hipertrofiado. Se expandirá inalcanzable en su espacio ficticio como el único protagonista, como el guionista y director de su farsa megalómana; congregará a su representación a aduladores y serviles, a sus apóstoles devotos y a sus hagiógrafos a modo para crear la burbuja, el hermético foro de la irrealidad y del éxito; espectáculo de simulación, realidad transmutada en fantasía "tangible".
Así, apartado del graderío donde se sientan los espectadores, donde la realidad golpea, donde el entorno desmiente, donde los datos innegables emanados de lo real desvelan su falsedad, el narcisista se refugia, se encapsula, pretende transmutar con su retórica estéril, con el poder ilimitado de su sólo deseo, la realidad que lo circunda. Cegado por los aplausos y la alabanza de sus cercanos, se supondrá infalible, llevará a las alturas sus pretensiones protagónicas, intentará figurar en la escena a expensas de lo que sea; querrá ocupar el centro del relato, el foco de la discusión, el eje del mundo. Recurrirá a la amenaza, al dislate, a la ocurrencia, al despropósito, a la nadería insustancial de su hinchada verborrea. Se sentirá merecedor del elogio y del respeto, del reconocimiento y la alabanza; la exagerada altura de su vuelo imaginario lo apartará de los otros, lo elevará por encima de la falibilidad mundana: ¿A qué exponerse a las críticas del mundo si quien rodeado de los "suyos", en su refugio de logros y de triunfos, en su esfera impermeable de elogios y de apologías, moldea con "otros datos" la realidad a capricho? ¿A qué asomarse a la verdad de los muertos, de la pandemia, del caos, de la inseguridad, de los feminicidios, de la pobreza rampante, de las masacres y las violaciones ante una irrealidad tan plástica y moldeable?
Así, nuestro inquilino de Palacio despacha desde su refugio, gobierna entre los suyos, asoma al palco presidencial a recoger el melodioso vocerío del populacho que aclama sus desfiguros, su retórica hueca e insultante. Así nuestro inquilino de Palacio se niega a acudir al Senado, para no exponerse a la incomprensión de su grandeza, para no mancillar la investidura presidencial que su megalomanía delirante ha cubierto de laureles. Y afuera de su Palacio, del espacio impenetrable de los ecos y los espejos, nuestra patria se desmorona, cae muerta por su propio peso entre el abandono y la ineptitud de un ególatra impresentable.
En los últimos 10 años de su vida, el emperador Tiberio, hastiado de las banalidades de la política, se refugió en sus portentosas villas de la Isla de Capri donde "gobernaba" y "despachaba", alejado de la realidad del Imperio. Ahí, en su escondite egocéntrico de lujos y placeres, desentendido de las necesidades, la realidad y las penurias de Roma, se deshizo de sus adversarios y sus detractores obligándolos a arrojarse desde el punto más alto de un profundo acantilado (el "salto de Tiberio").
Obrador o Tiberio, da igual: Megalomanía, ineptitud y decadencia.
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Estudios universitarios en Psicología, Médico Cirujano, Especialista en Cardiología, alta especialidad en Cardiología Intervencionista en Madrid España, titular de posgrado en Cardiología clínica, miembro de la Sociedad Española de Cardiología, profesor universitario, director médico en la industria del seguro de personas y conferencista para América Latina