Confieso que he vivido unas horas de angustia casi inenarrables. Se me hizo un vacío enorme en el estómago, transpiré como pocas veces. Experimenté un aislamiento casi total y sufrí un desasosiego singular, especial, único, como creo que nunca antes había vivido. Revolví cuanto encontré en el auto, escudriñé tantos rincones del vehículo como
pude. Fue una búsqueda frenética, acompañada de una revisión memoriosa, infinita, tanto como cualquier posibilidad.
Y nada, nada encontré. Detuve el auto un par de veces para intensificar la inspección, casi minuciosa. No daba crédito. Cómo era posible. Qué pesadilla, buscar y buscar y no encontrar nada. Discurrieron largos minutos de zozobra, más prolongados conforme se perdía la esperanza de encontrar el ansiado objeto.
¿Pero dónde, dónde pudo quedar? ¿Cómo fue posible que estuviera extraviado? La memoria incesante viajaba en un carrete que se desenvolvía una y otra vez para sólo dar espacio al reembobinado, pero nada. Se retorcían las neuronas en busca de una pista, así esta fuera mínima. Y volvía el desasosiego que nunca había terminado de irse. La respiración se tornaba intensa y los esfuerzos para contenerla con ejercicios de exhalación y contención, una y otra y otra vez, proseguían en busca de la fe perdida bajo los martillazos del “no está, no aparece”.
Y volvía la gran pregunta primigenia: ¿pues dónde lo dejé? ¿Se habrá caído acaso? Lo llevaba entre las piernas mientras conducía a velocidad promedio desde Acambay hasta la Ciudad de México. Pero si lo usé, casi antes de bajar la velocidad de manera obligada para entroncar al Paseo de las Palmas a vuelta de rueda en medio de una masa de láminas rodantes que casi rozo.
¡Caray! ¿Pues qué fue lo que pasó? Y otra vez: ¿Pues dónde lo dejé? ¿Dónde pude dejarlo? ¡Caramba! Y casi al punto de la resignación, una nueva pregunta ¿Y ahora? ¿Qué haré? ¿Cómo recuperaré lo que tenía allí? La única respuesta posible en esos momentos era otra pregunta: ¿pero dónde lo dejé? Y dale. Una luz de pronto vino a la memoria. Busqué ansioso un punto telefónico urbano. Nada. Entonces me percaté de que los teléfonos públicos en las calles de la ciudad prácticamente dejaron de existir, Ni de monedas, ni de tarjetas. La tecnología temrinó por prácticamente devorarlos. Busque alguno y constatará lo que apunto. ¡Caray! Ni siquiera Slim podía salvarme en esos momentos de intranquilidad. Hice un esfuerzo casi sobrehumano por serenarme, por encontrar sosiego, calma, resignación. Ni modo. Imaginé una y mil formas de reescribir mi historia. Había que echar mano de la Internet, del correo electrónico, de contactos directos, quizá de google, de Facebook. Recurrir a la tecnología.
Pero de pronto, casi de súbito, recuperé la calma y me enfile casi encogido de hombros hacia mi oficina. Ya había un mensaje. Mi amiga, mi amiga Albi, ya había dado aviso a mi casa: el celular estaba a buen resguardo. ¡Ah, qué alivio! Mi alma retornó a mi cuerpo.
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