La agresión sufrida esta semana por la agente policial Ana Gabriela Paredes Gutiérrez, de 39 años, retrata de manera completa la creciente incivilidad que
domina la vida de la ciudad de México, el megamonstruo urbano que hemos construido entre gobernados y gobernantes, y también en muchas ciudades del país.
Para muchos podría ser un incidente menor en la capital mexicana si se compara con los asesinatos, los atracos, las violaciones de todo tipo y hasta las ejecuciones que se perpetran prácticamente a diario en esta urbe, sólo por citar algunos de los peores fenómenos urbanos . No lo es sin embargo.
El ataque contra Paredes Gutiérrez trasunta conductas urbanas cada vez más acentuadas de barbarie ciudadana, pero además de un desprecio gravísimo y patológico por las personas, peor aún si se trata de mujeres, o de ciudadanos humildes y policías. El caso también deja ver un oprobioso prejuicio clasista, al que se añaden el desprecio y aún el racismo. Por ello me parece grave el caso.
El conductor del auto BMW que lanzó contra el piso a la agente Paredes Gutiérrez actuó en la forma como lo hizo porque seguramente está intoxicado de odio, racismo, prejuicios sociales y económicos. También es altamente probable que a sus “preciosas” toxicidades, sume una más: la misoginia y el llamado complejo de superioridad, amén de una inaudita soberbia.
Así se “vive” en la capital del país cada día “normal”. Es paradójico, me parece. Sólo cuando se rompe esa “normalidad” cotidiana, como en las experiencias sísmicas trágicas, por ejemplo, es cuando la ciudad cobra solidaridad, ejemplo, generosidad y hasta humanidad, yo diría.
En condiciones “normales”, la ciudad de México y otras muchas del país se degradan así mismas. No hay leyes ni normas que valgan. Es lo que desde hace años se señala como la vigencia plena y absoluta de “la ley de la jungla”, el espacio donde sólo sobreviven los más fuertes y se devora a los más vulnerables o débiles.
Es cierto que ciudades como México y otras del país plantean una serie de problemas, entre ellos varios que amenazan incluso la propia supervivencia o si se quiere el futuro de sus habitantes, pero incidentes como la tunda propinada por un desalmado y soberbio conductor vehicular a una agente policial deberían llamar a la reflexión, por lo menos, de gobernados y gobernantes sobre las maneras en que estamos actuando y viviendo de manera cotidiana.
De igual forma, hay que cavilar al menos un rato sobre nuestras reacciones y aún en torno a los valores éticos, cívicos y educativos de cada uno de nosotros. Parece ridículo señalar esto, pero su omisión constante y por un largo tiempo es lo que explica, sin justificar claro, que rufianes ensoberbecidos estén ganando terreno urbano y social. Peor aún es que un número de ciudadanos cada vez mayor aliente, cobije y encubra estas conductas cuasi criminales.
Este caso debería al menos recordarnos que la acción de gobierno comienza en la relación entre ciudadanos y policías. Me pregunto si el señor Raymundo Collins, titular de la Secretaría de Seguridad Pública capitalina, dejara sola a la agente Paredes Gutiérrez. Ojalá y no.
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