Habría que practicar en esta víspera del día de los santos difuntos, un poco de humor negro, siempre imperante en México.
Como cada año, desde fechas inmemoriales, recordaremos a nuestros difuntos, a los que se nos adelantaron en la ruta final. Otra vez, el papel picado, las veladoras, las catrinas, las jícamas, limas, cañas, el mole y otros platillos, las fotografías de nuestros seres queridos, entre ellos familiares, amigos entrañables y aún los personajes que con mayor admiración recordamos y evocamos todo el tiempo. Los idos del trajín de la vida y el movimiento.
Los recordaremos como si estuvieran con nosotros y entre nosotros en un país que está hace ya más de 12 años en luto permanente porque la muerte se ha asentado y tiene permiso, según el sonorense Edmundo Valadés.
Viene este preludio a cuento de la escalada cada vez más violenta que estremece al país. ¿Podría haber sido premonitorio? ¿O es simplemente la expresión del rotundo fracaso hasta ahora de los gobiernos previos y el de ahora en contener la muerte, tan idolatrada, cotidiana y acechante?
No lo sé, pero las cifras resultan ya espeluznantes, o es acaso que son ¿ ya parte inherente a nuestros antiguos rituales del culto por la muerte?
Según el Secretariado Ejecutivo del Sistema de Seguridad Pública, sólo en los primeros siete meses de este “annus horribilis”, México suma a su caudal de muerte la cifra de 20.135 homicidios, un promedio nacional de 85.8 casos cada 24 horas.
El número es mayor al registrado en igual periodo de 2018, con 19,335 homicidios, considerado hasta entonces el más violento en la historia del país. Claro, sin considerar 2019 y sin incluir las cifras más recientes y el caso Culiacán, que dicho sea de paso con todo y su dramatismo y muerte, no es el único ni el peor en la historia reciente nacional.
¿Qué haremos? ¿Acostumbrarnos a la muerte como casi casi está ocurriendo? ¿Convivir con ella? ¿Sobrellevarla acaso? ¿O festejarla con incienso, flores y cempasúchil?
Son cosas distintas, alguien o muchos me dirán. Cierto. Pero también es cierto que no hemos atinado como país y mucho menos el gobierno, a contener el flagelo de la muerte violenta, esa que no pide permiso, la que manda, ordena y chantajea, la que cobra tributo a los vivos. Aquella que se convierte en amenaza e impone su ley sin más recursos que la fuerza, el fuego y la trampa. Esa huesuda que sólo con dejar ver sus dientes y exhibir sus cuencos oculares pone de rodillas a cualquiera en forma por demás retadora. La misma que hace valer su ley como en los viejos tiempos del lejano oeste. La misma que obliga al recule porque después de todo, más importa la vida aunque se nos imponga la muerte.
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@RobertoCienfue1