¿Vamos bien?

A la par de una serie de hechos y fenómenos a la vista, fehacientes y concretos en la escena nacional, crece la 

 preocupación sobre el rumbo nacional. Es cierto, 30 millones de electores mexicanos votaron en 2018 por un cambio, no sé hasta qué punto radical, pero sí por un nuevo derrotero.
Buena parte de México, también es cierto, acusaba cansancio y hartazgo sobre la conducción de la cosa pública en particular a partir del desencanto ciudadano que provocaron de manera predominante las gestiones fallidas de Vicente Fox (2000-2006), un gran embaucador electoral para decir lo menos; Felipe Calderón (2006-2012), el fracasado ejecutor de una política anticriminal y el priísta Enrique Peña Nieto (2012-2018), el empingorotado mandatario que hizo agua en medio de un mar de corrupción y excesos.
A estos tres ex mandatarios deberíamos los mexicanos responsabilizarlos mayormente del desastre nacional que allanó e hizo posible el ascenso contundente a la presidencia de Andrés Manuel López Obrador, un político sobradamente astuto y persistente que captó el escenario nacional y el ánimo ciudadano como ningún otro de los contendientes por la presidencia en 2018.
Con base en una acertada y exitosa estrategia política, López Obrador englobó a todas las presidencias que desde 1982 antecedieron a la suya en el concepto “neoliberal”, con lo que propinó un mazazo político a los gobiernos que se sucedieron en México a partir de Miguel De la Madrid, el primer político de la tecnocracia que se instauró en el país en medio de una severa crisis económica, acicateada por el agobio de la deuda externa “impagable” en la década de los 80´s, y que generó duros efectos para amplios segmentos poblacionales del país.
En paralelo a las dificultades y aún sacrificios económicos de México en esos años y los subsiguientes, corrió un agudo desgaste de los partidos políticos y sus dirigentes, muchos de ellos inmersos en prácticas corruptas y un enorme desapego social, más una rampante impunidad, entre otros factores que sería prolijo listar aquí.
Se añadió a este coctel un cansancio ciudadano y la desilusión creciente de las militancias partidistas, que observaron brechas crecientes entre ellas y sus dirigentes, muchos de ellos figuras clave de traiciones, componendas nefastas y otras prácticas perniciosas.
Por estos factores generales y otros muchos más que mermaron el ánimo colectivo nacional en la confianza hacia otras fuerzas políticas, López Obrador se encumbró así hasta la presidencia del país, con la promesa de instrumentar un cambio de régimen, que explica la llamada cuarta transformación, un enjambre de modificaciones incluso de carácter constitucional que han puesto al país en medio de un torbellino, cuyos vientos se desconoce hasta dónde vayan a parar y sobre todo qué resultados pudieran generar.
Son demasiados cambios, muchos de ellos cargados de turbulencia. Aún en la cúspide de la popularidad, pese a pifias evidentes y fracasos sonoros, López Obrador cabalga sobre un México desbarajustado a juzgar por los resultados en al menos tres ámbitos críticos del país. Economía, seguridad y salud, arrojan más déficits que superávits.
La economía en punto cero, el crimen con un alza espeluznante y la salud convertida en un rehén de no pocas disputas entre el ejecutivo y varios estados –al menos una tercera parte-, abren dudas crecientes y una enorme preocupación en amplios sectores del país, sin contar polémicas crecientes en materias críticas como los proyectos emblemáticos del lopezobradorismo, el desgaste y la pugna por Morena y más recientemente la pifia del avión presidencial, entre otros muchos temas, generan una atmósfera de escepticismo entre crecientes sectores críticos que alertan los peligros acechantes.
Nadie sabe a ciencia cierta lo que viene en México, pero el desconcierto entre un número cada vez mayor de votantes –un fenómeno lento pero constante- abre serias interrogantes sobre la capacidad de gestión de la 4T en torno a la resolución de los grandes problemas nacionales, que persisten y se agravan.
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@RobertoCienfue1