Si la experiencia cotidiana sobre lo que está ocurriendo en México en estos días, semanas y ya meses, se aleja o es ajena al concepto de fracaso, pues no sé francamente cómo
llamarlo. Si no es así, ¿habría que llamar lo que cotidianamente registramos una transformación? ¿Será entonces esta transformación el preámbulo del éxito inminente que se avecina? Ojalá.
Es probable que las personas de a pie, los peatones simples y sencillos del país, no acabamos de entender el nuevo curso del país, sujeto y susceptible de una transformación de gran calado, equiparable con las que mexicanos como nosotros, pero de otros tiempos, emprendieron para llevar a México a nuevos estadios de su historia o desarrollo.
Cada vez con mayor frecuencia sobreviene la pregunta personal, familiar o grupal sobre cuáles podrían ser las razones, motivaciones o circunstancias que hacen obvio lo que para muchos se ha convertido en un dogma de fe, que impide mirar la realidad del país con la objetividad mínima pero suficiente para percibir que México anda mal y muy mal. No es un diagnóstico para solazarse, alegrarse o festejar, claro. Se trata de una coincidencia creciente entre muchos mexicanos -no sé si la mayoría- en torno a los problemas más agudos del país que se multiplican y no dan tregua, que asombran, espantan e infunden incluso temor sobre lo que pueda venir más adelante.
Antes que regocijarnos por el panorama del país, preocupa el escenario que confrontamos como mexicanos. Esto desde un ángulo personal, familiar, social. No ideológico, partidista o desde las convicciones propias de cualquier militancia, que por supuesto son absolutamente respetables y legítimas, pero que siempre son argumentativas de una defensa a ultranza, y hasta casi irracionales porque niegan las evidencias.
Es un hecho que el escenario nacional está revuelto. Se ha hecho peor ahora con la enfermedad del presidente Andrés Manuel López Obrador, en torno a cuya figura y condiciones médicas, se tejen todo tipo de tramas, especulaciones y hasta deseos o voluntades insanas como la expresada por el médico Diego Araiza, quien sugirió causar una trombosis en el Jefe del Ejecutivo. El médico Araiza ya se arrepintió de decir lo que dijo se deduce de su disculpa pública.
Tarde le llegó la reflexión que debía impedir semejante error humano y profesional. Pero el episodio es otra historia, una que expresa el tamaño de la discordia, polarización y desencuentro que caracteriza al país en este tiempo.
Revuelto el país por las vacunas para la contención de la pandemia, la peor como sabemos del último siglo. Una crisis sanitaria del tamaño de México que nos coloca en el umbral de un desastre desconocido, pero que se anticipa descomunal y trágico.
Revuelto el país por la disputa de poder que implican las elecciones de junio próximo, consideradas la madre de las batallas comiciales mexicanas. Revueltos porque el presidente fija su prioridad en preservar su poder por encima de instituciones, funcionarios y aún del país, con una serie de escaramuzas con el árbitro central de la contienda de junio.
Revueltos por la pugna en el partido Morena, o movimiento si se prefiere, en torno al perfil de sus candidatos. Entre ellos algunos acusados de delitos graves, ya politizados. Revueltos igualmente por los afanes políticos de distintos partidos para representar y canalizar el descontento o la disidencia de sectores discrepantes o que rechazan la opción en el poder.
Revueltos por el sufrimiento de millones de mexicanos inmersos en una crisis económica y social sin precedentes, que aún escala cuando antes que avizorar soluciones, temen escenarios mucho peores.
Revueltos por la pugna entre quienes todo lo ven espléndido en el ámbito del quehacer gubernamental y quienes discrepan de manera total y permanente debido muchas veces a que sufren las decisiones del poder constituido.
Revueltos igualmente por el tipo de políticas que adelanta el gobierno y que, quizá bien intencionadas, siembran dudas sobre los propósitos reales y su potencial para impulsar un genuino desarrollo nacional antes que convertir a niños y ciudadanos en una subespecie de siervos de un proyecto político, más que de la nación.
Revueltos porque hay un auge criminal, que rebasa incluso las cifras terribles en la materia de gobiernos anteriores, pero se aduce desde la esfera oficial que se va serenando y poniendo al país, paso a paso.
También revueltos porque se prometió abrir un paréntesis en la actuación y papel de los militares y en su lugar, hoy asumen tareas críticas del país, hasta hace poco inimaginadas que les confieren un poder inconmensurable y peligroso hasta cierto grado para el mando civil del país.
Revueltos además porque en lugar de cooperación y corresponsabilidad, hay lanzas rotas en las relaciones entre el gobierno y los empresarios, que se muestran recelosos y aún escépticos de invertir en el país.
También revueltos porque hay discrepancias marcadas y falta de diálogo en torno a temas críticos como por ejemplo el rumbo del desarrollo energético del país y porque angustian no pocos perfiles de figuras en el poder con responsabilidades distintas a las que indicarían sus experiencias y formaciones.
También revueltos porque no se ve que la ley y la justicia imperen en casos emblemáticos de la corrupción que sustentó una campaña presidencial, acompañada por la fe de muchos ciudadanos.
En fin, cada vez más revueltos porque el caminar de México parece discurrir por caminos más estrechos y menos promisorios para el porvenir.
This email address is being protected from spambots. You need JavaScript enabled to view it.
@RoCienfuegos1