El debate en torno a la popularidad y el rechazo al gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador y aún su estilo de gobernar parece definirse y comprenderse incluso mejor si uno se atiene a la explicación de observadores y politólogos, según la cual una cosa es cómo reaccionan los clasemedieros
y otra, muy distinta, si se pertenece a los estamentos poblacionales más desfavorecidos del país, que constituyen obviamente una enorme mayoría y que serían los beneficiarios centrales de las políticas populistas y dadivosas del mandatario.
Con base en ese análisis y/o enfoque de explicación, resulta en general que mientras los sectores denominados medios del país refutan, rechazan y se oponen a las políticas clientelares en boga, los sectores medio bajos y bajos, estarían felices, complacidos y agradecidos de que por vez primera en décadas un presidente del país toma prácticamente todo su tiempo para dedicarlo a ellos, hablar como ellos y hasta sentir como ellos, los desprotegidos, los desheredados de la revolución, el último gran momento de la historia nacional y preámbulo del que está en ciernes.
Como nunca, un presidente del país se desvive por los pobres, la inmensa mayoría de los mexicanos, los que más sufren, los que la pasan mal la mayor parte de sus vidas. Ciertamente, ese es un cambio en las formas políticas presidenciales, que ha beneficiado no sólo a esos sectores, sino especialmente al propio presidente, cuyos números de aceptación siguen por arriba del 50 por ciento y muy cercanos al 60 por ciento. La política de la croqueta parece eficaz, pero estará a prueba el primer domingo de junio.
En contraste, amplios sectores de la población -no mayoritarios, claro- enclavados en el décil de la clase media, rechazan cada vez con mayor acritud las políticas presidenciales por considerarlas contrarias al interés supremo del desarrollo nacional. El razonamiento de estos sectores, en general, claro, pareciera tener como origen, aunque no únicamente, la formación en la cultura del esfuerzo, en la visión y aun ambición de conquistar mejores estadios de bienestar personal y familiar, en el acceso más amplio a la educación, la tecnología y la información, aunque también a un estilo de vida más apegado a los satisfactores materiales y aún hedonistas.
En su prolongada carrera política, López Obrador fraguó y construyó un discurso proclive a los pobres de México, aun y cuando ya como presidente esté impulsando un abanico de políticas públicas abigarradas que oscilan entre las auténticamente populistas y las extremadamente neoliberales, aderezadas eso sí con un tono nacionalista que contrasta y aún confronta las tendencias económicas que aún predominan en la mayor parte de los países desarrollados.
Vienen al caso, por citar un par de ejemplos de este extremismo, la defensa y aún renovación hace un año del Tratado de Libre Comercio entre México, Estados Unidos y Canadá, -la expresión suprema del neoliberalismo- y al mismo tiempo la entrega sin intermediarios de recursos del erario público a los sectores económicamente más débiles con la evidente y absoluta intención de convertirlos en clientes políticos, cuando no en devotos, dicho esto sin malicia electoral, así usted lo dude o simplemente lo descrea, mientras que quien esto escribe dibuje una sonrisa escéptica.
Lo cierto es que López Obrador, un político de tiempo completo, sigue haciendo de las suyas, no sé si para beneficio nacional o con la visión del estadista y/o transformador con el que quiere pasar a la historia, pero si con un evidente propósito de hacerse del pueblo, no bueno y sabio, pero si pobre y agradecido. El tiempo nos dirá si esa visión fue útil para transformar un país o sólo para garantizar la servidumbre de las mayorías.
Las elecciones pronto nos darán luz sobre estas lecturas.
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@RoCienfuegos1