Conforme el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), apenas siete estados de México, si, siete, concentran casi el 50 por ciento de la población del país de unos 130 millones de personas, lo que plantea retos formidables ya en curso ante la paradoja de un par de fenómenos, la concentración y el gigantismo urbanos, que siguen sin llamar la atención debida de los gobernantes del país, y mucho menos a la acción.
Así, y según el Inegi, las entidades con mayor peso relativo respecto al total de la población mexicana son Estado de México con 14%; Ciudad de México y Jalisco, 7% cada una; Veracruz, 6%; Guanajuato, Nuevo León y Puebla, 5% respectivamente. Juntas concentran el 49% a nivel nacional. La cifra genera escalofrío porque revela el desbarajuste poblacional del país, entre otros fenómenos asociados que impiden un desarrollo nacional más o menos equilibrado.
El restante 51 por ciento de la población se dispersa en los otros 25 estados, y destacan nueve entidades que tienen 1% (Aguascalientes, Baja California Sur, Campeche, Colima, Durango, Nayarit, Quintana Roo, Tlaxcala y Zacatecas).
La distribución territorial de la población es un punto clave del desarrollo regional, más aún en comunidades pequeñas y dispersas y donde el acceso a recursos y servicios proporcionados por el Estado se complica conforme a la fórmula costo-beneficio, ligado a los generalmente ingentes montos de inversión para beneficiar a núcleos poblacionales reducidos, casi siempre paupérrimos y aislados geográficamente .
En 2020, 79% de la población vivía en localidades de 2 500 habitantes o más, mientras que 21% vive en localidades de menor tamaño (menos de 2 500 habitantes), siempre conforme el Inegi.
Quizá las complicaciones surgidas en el sexenio de López Obrador, entre ellas de manera destacada el Covid-19, el enfrentamiento y las suspicacias entre los diversos sectores del país, la reticencia del sector privado y aún la falta de inversión suficiente, expliquen al menos una parte de la imposibilidad de avanzar y cumplir una promesa presidencial de campaña, para desconcentrar secretarías de Estado y dependencias a otros puntos de la geografía nacional.
Según la iniciativa del Ejecutivo, hasta ahora prácticamente empantanada, el propósito de la medida sería favorecer un crecimiento parejo en todos los estados de la república, o, al menos, -añado- menos desigual. No es mala la idea, pero se ha atorado.
Pemex, por ejemplo, se mudaría a Ciudad del Carmen, Energía a Villahermosa y la CFE a Chiapas. Otras dependencias como Conagua se establecerían en Veracruz, la SEP en Puebla y la Secretaría de Salud en Chilpancingo, Guerrero.
La idea, que también se impulsó por un tiempo y con malos resultados tras los temblores de 1985, sería que la Ciudad de México dejara de concentrar las secretarías y las dependencias federales para llevarlas a los distintos estados a fin de reactivar la economía en las regiones del país.
Pero de ese plan poco o nada se ha avanzado cuando prácticamente sólo resta la mitad del sexenio lopezobradorista.
En el caso de la Ciudad de México, una urbe saturada y donde todo parece chico casi inmediatamente, el fenómeno del crecimiento sin límites y sobre todo al margen de cualquier previsión y/o planeación, se resienten los peores embates de la codicia y valemadrismo de cuanto gobernante imaginemos desde hace varias décadas.
Desde los tiempos del maestro Carlos Hank González, cuando éste gobernó la capital del país en la entonces regencia, se instituyó marcadamente el vínculo entre política y negocios, con consecuencias severamente adversas para la capital mexicana.
Así, la ciudad creció y se multiplicó, alentada en buena parte por los ejes viales, así hayan costado la expropiación de centenares de inmuebles, la tala aberrante de miles de árboles, el crecimiento desmesurado de la capa asfáltica y poco antes el metro, que marcó sin duda el mayor hito modernizador de la capital mexicana. Una obra necesaria, claro, para una ciudad crecientemente gigantona, pero que terminará por devorar al “gusano naranja”, por más kilómetros que añadan de túneles y vías, subterráneas o en la superficie.
Así, podemos seguir enumerando obras de infraestructura cada vez más avasalladoras, como parte de la consigna pública número uno de los gobernantes: crecer, así sea a cualquier precio. En esta dinámica han destacado los segundos pisos, las ampliaciones de avenidas y aun las nuevas rutas del metro para conectar puntos desconocidos por una inmensa mayoría de residentes de la ciudad, hoy una de ellas colapsada.
El patrón de crecimiento no ha cambiado sustancialmente desde hace años. Se sigue fomentado el crecimiento urbano con la creencia de que es posible multiplicar las redes de transporte de todo tipo, viviendas, escuelas, comercios, hospitales y sobre todo servicios vitales como agua, energía, seguridad, ambientales y muchos más.
La realidad es que la ciudad, como cualquier ente vivo, enfrenta límites al crecimiento desmedido, desordenado, inmenso y contrahecho. Pero eso a pocos importa. Menos aún a los gobernantes, que al amparo del crecimiento se han enriquecido con el ánimo de conjurar el peligro personal de ser unos políticos pobres, -según la popular consigna hankiana- así resulte en perjuicio de los capitalinos y de quienes habitan en las goteras de la megalópolis mexicana.
Lo peor es que este modelo o esquema de crecimiento a ultranza ha comenzado y se está acelerando en las principales, si no es que en todas las ciudades del país y en particular aquellas más cercanas o próximas a la capital de la república. Cite los casos de Puebla, Querétaro, Cuernavaca, Pachuca, Toluca y todas las que usted quiera añadir.
Es tiempo de poner un alto al crecimiento desmesurado de nuestras urbes, y al mismo tiempo iniciar la tarea de una genuina planificación urbana de cada una de éstas.
Desdeñar esta apremiante tarea seguirá trayendo consecuencias urbanas explosivas de todo tipo para las poblaciones del país entero. Es tiempo.
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@RoCienfuegos1