Forasteros en casa.

Los migrantes, forasteros acompañados de esposas e hijos, o también en solitario, pululan en distintos puntos de la Ciudad de México. Vaya usted a las

terminales de autobuses, Cien Metros, Taxqueña, Observatorio incluso. En las calles ocurre lo mismo, en los parques y aún en la Alameda, el Eje Central y más puntos de la vasta geografía urbana capitalina.

Allí están, anhelantes, expectantes y sufrientes. También se les ve a la vera de calles y avenidas, en los bajo puentes. Se les mira si se echa uno una escapada al oriente de la Ciudad de México, en el entronque de la Calzada Ignacio Zaragoza con la vía que conecta al Viaducto, un punto que dibuja un cambio dramático, radical, en el escenario urbano.

Andan desperdigados, pero solidarios en sus grupos. Imploran la ayuda de sus congéneres capitalinos, muchos de los cuales aportan lo que pueden, desde los cinco pesitos hasta el taco, pan u lo que sea. Así andan los migrantes, peregrinos perpetuos y esperanzados. Es casi inimaginable para muchos una vida diaria de esa forma. Y sin embargo, así andan, así viven o sobreviven en medio de la esperanza de asentarse en suelos menos inhóspitos y mucho, mucho más propicios para la vida. Es lo que buscan.

¿Qué hacer? Procurarlos, atenderlos, cuidarlos. Son los huéspedes imprevistos, los recién llegados no invitados a casa. Desconocer o, peor aún, desatender sus urgencias, complicaría su paso, cierto, pero constituiría un nuevo problema a los muchos que agobian a México por estos días. No se les puede dejar a su suerte. No hacerlo, podría conducir a un auténtico problema de seguridad nacional, sin exagerar. Son personas que donde se les vea están dispuestas a casi todo o sin el casi. Dejaron atrás sus vidas y están listas para apostarlas a cambio de un día mejor. De eso no hay duda.

Ignorarlos es incubar un drama mayor en materia de seguridad, sanidad, habitacional y de servicios en general. Hay que atenderlos de manera organizada, ordenada y segura. Será mejor invertir fondos, aun si éstos son exiguos, para conjurar los riesgos que su presencia implica, dicho esto sin xenofobia alguna.

México tiene experiencia en estos asuntos. En la década de los 80`s, con auxilio del Alto comisionado de las Naciones Unidas (Acnur), México instaló campamentos de atención a refugiados que huían de la guerra centroamericana. Lo hizo y bastante bien, por cierto. Al término de ese conflicto, se planteó el retorno seguro de muchas de esas familias. Muchas regresaron a sus países de origen, otros tanto se afincaron en México, donde echaron raíces con sus familias. Algo similar podría intentarse ahora, cuando se registra un éxodo incesante de forasteros que huyen de sus países por múltiples factores.

La tragedia de Chapa de Corzo, que cobró las vidas de más de medio centenar de migrantes, debería ser el antes y el después de estas aventuras. Tragedias como ésta están envueltas en una infame corrupción de todo tipo, así se haya declarado extinta. Este fenómeno tampoco es nuevo ni privativo de una época sexenal. Suma decenas de años. Nada lo elimina, mucho menos las buenas intenciones. Es tiempo de actuar para impedir más dramas humanos de este tipo. No se asuma que sólo castiga a los migrantes. Los mexicanos, todos, debemos exigir atención para los forasteros, sin chauvinismos y mucho menos xenofobia. Es tiempo de hacerlo y enmendar en algún grado al menos, una tragedia que estruja hace años y que cobra vidas en episodios sólo explicables por la barbarie.

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@RoCienfuegos1