Esta vez fue con La Pollera Colorá, el tema que se escuchó el lunes en el mismísimo Palacio Nacional, tropicalizado de lleno ahora sí, durante la matutina
del presidente López Obrador, quien estaba de plácemes, feliz, casi exultante, por el triunfo el domingo en la tierra del café, las esmeraldas y la arepa, del exguerrillero y senador colombiano, Gustavo Petro, quien en la segunda vuelta se alzó con la presidencia y se instalará el próximo siete de agosto en el Palacio de Nariño, la sede del Ejecutivo de ese país sudamericano.
López Obrador admitió que se encontraba “contento” porque la 4T que encabeza, marcó en 2018 el inicio de una nueva etapa en el “resurgimiento de los movimientos democráticos con dimensión social en nuestra América Latina y el Caribe”. Eso dijo, y así lo reivindicó, como un palmarés adicional de su presidencia.
Recordó que cuando la 4T se hizo del poder en México “eran pocos los países que tenían gobiernos progresistas” en la región, claro, también así lo considera, pero a partir de su llegada -abundó- se inició una etapa nueva y empezaron a haber triunfos importantes, y el de ayer fue histórico, “así lo expresé en un texto que nos va a ayudar a entender lo que fue el triunfo de Gustavo Petro ayer en Colombia”.
Explicó: “por eso mi felicidad por lo que hicieron los colombianos ayer (domingo 19 de junio), un ejemplo porque no estamos hablando de cualquier cosa, sino de siglos de dominación de grupos que no les importaba en realidad el pueblo y estamos en la posibilidad de inaugurar una etapa nueva en Colombia. Es un hecho histórico y avanza el movimiento progresista”, remató.
Cierto, Petro es el primer político izquierdista en llegar por elección popular al Palacio de Nariño en Bogotá, donde por décadas se mantuvo la hegemonía conservadora, alternada entre líderes de derecha y centroderecha.
Pero la llegada de Petro, como antes de otros líderes latinoamericanos que se han proclamado figuras asociadas a la izquierda política o progresistas, tiene diferentes lecturas y, sobre todo, consecuencias que no deberían subestimarse, en particular a la luz de lo que también se observa en varios países del área, donde es al menos un maniqueísmo suponer que un gobierno presuntamente de izquierda constituye el punto de arranque para la solución de los peores problemas que sufren desde hace mucho tiempo. Si esto fuera tan simple como se pretende ver y sobre todo comunicar y remachar, hace tiempo Cuba habría resuelto muchos o al menos la mayoría de sus agobios. En otras palabras, tener o encabezar un gobierno de izquierda y/o progresista si se quiere así identificar, no es sinónimo de resolución de los grandes temas y atrasos latinoamericanos, y tampoco en ningún país del mundo.
De hecho, hay que ver las experiencias de países como por ejemplo, Venezuela, el país potencialmente más rico de toda América Latina y el Caribe, donde el agotamiento del sistema instaurado al cierre de la década de los 50´s tras la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez, y que condujeron los partidos Acción Democrática y el socialcristiano Copei, se vino abajo por el desgaste natural del ejercicio del poder, pero también por la corrupción, el decaimiento y aún la complicidad de la ciudadanía, esto último algo que se olvida con demasiada frecuencia en nuestros países, peor aún cuando hay un empeño deliberado del poder en turno por considerarla una especie de alcahueta complacida, a la que nada debe exigirse salvo su devoción y/o servilismo.
Ese virtual colapso de los partidos dominantes en una etapa, y decadentes en otra, abrió precisamente la puerta en Venezuela para la insurrección armada en febrero de 1992 de Hugo Chávez Frías, aplaudida increíblemente por amplios sectores sociales de Venezuela, exhaustos del sistema “democrático” y de alternancia partidista que se instauró tras los acuerdos de Punto Fijo. Hábil, Chávez fue luego elegido presidente en 1998. Si, elegido por una ciudadanía harta del bipartidismo y del sistema que instituyeron poco antes de la década de los 60´s. Los resultados de ese gobierno de izquierda, liderado por Chávez y más tarde por su heredero, Nicolás Maduro, están a la vista de quien quiera verlos. Así que romper el “establishment” político y virar a la izquierda, y aún hacer creer que se encarna un gobierno progresista, de vanguardia y con todos los atributos más excelsos que la patria pudiera esperar, en medio de una sociedad adormecida y/o complaciente, poco o nada exigente y aún pobremente forjada, no siempre es un buen augurio.
Antes, y otro ejemplo, lo ocurrido en el Perú de Alberto Fujimori también en los 90´s. “El Chino”, como lo apodan aún hoy, quebró el establecimiento político del país incaico. Gozó de una elevada popularidad y se le consideró el redentor del Perú. Pero terminó en la cárcel, acusado incluso de varias matanzas, entre ellas la de Cantuta, en julio de 1992, que cobró las vidas de un profesor y nueve estudiantes, y de otros delitos graves como cohecho, peculado, espionaje, y otros.
En Bolivia, Evo Morales, otro líder de izquierda, tuvo su momento inicial de oro, Reimpulsó la economía boliviana y fue aclamado como un milagro político. Se engolosinó, sin embargo, con la dulzura del poder y terminó desterrado de su propio país.
En Nicaragua, el gigante combatiente por la libertad, que hizo caer la dictadura de Anastasio Somoza hacia finales de los 70´s, terminó como un tirano vergonzoso y vergonzante en el poder. Ortega pasa sus días como el peor émulo del dictador al que derribó.
Al propio Ignacio Lula Da Silva, que merodea hoy de nueva cuenta la presidencia de Brasil en las elecciones de octubre próximo, no le fue nada bien en su primera incursión al poder. Purgó casi 600 días de cárcel por acusaciones de corrupción y su relevo, a quien tanto endiosó, Dilma Rousseff, fue destituida bajo acusaciones de manipulaciones del presupuesto del país.
En 2021, varias figuras políticas identificadas con la izquierda se hicieron del poder. Son los casos del peruano Pedro Castillo, un ex agricultor y miliciano campesino, la hondureña Xiomara Castro, esposa del expresidente Manuel Zelaya; y el chileno Gabriel Boric, que asumió el mando en marzo, pero que recién en mayo echó mano de un estado de excepción acotado en el sur del país. La medida siguió a escasos dos meses de la asunción presidencial de Boric, de 36 años y el presidente más joven del país sudamericano.
¿Qué falta a los países de una América Latina asolada por gobiernos frívolos, incapaces y no pocas veces, corruptos? Creer que elegir a gobiernos de izquierda como la solución, que muchas veces devienen en populistas y que se erigen en salvadores de la patria, parecería una ingenuidad o un error que se nutre de la desesperanza política de los pueblos, que suponen que ya nada puede ser peor que los gobiernos que relevan en las urnas y sucumben a políticos sagaces, pero ladinos y tramposos, que seducen mediante el engaño en grado superlativo con el único fin de construir complicidad, sustentada en el embuste y en ocasiones en la dádiva.
Se requieren condiciones diferentes en estos países. Refiero algunas básicas y esenciales: más y mejor democracia; una ciudadanía mejor formada y exigida así misma. Después de todo, hay que tener claro que nada o muy poco llegará de las manos y obras de los políticos, así éstos se asuman como redentores de la patria, hagan creer lo que no es y seduzcan con embustes y engaños. Hace falta mucho más y un trabajo prolongado y serio para construir democracias robustas institucionalmente y una ciudadanía digna de ese título.
Roberto Cienfuegos J.
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@RoCienfuegos1