Mal, pero aún no peor

De que el país anda mal, no hay duda. Pero hay cada vez más indicios de que las cosas pueden ponerse peor. Así que es tiempo de conjurar ese riesgo

para impedirlo. La clase política en general, la que tendría que actuar con la mayor responsabilidad que entraña su jerarquía y papel en abono de la construcción y el progreso del país, está poniendo el peor ejemplo. Debiera ser al revés. Son los políticos, los mayores responsables de la vida pública del país, así los ciudadanos también tengamos parte de esa tarea y esfurzo cotidiano. En ese sentido, es lamentable el mal humor y el tono irreflexivo del presidente Andrés Manuel López Obrador, que va de desplante en desplante, abonando al disenso, al enfrentamiento, al choque en una palabra. Su papel, como presidente y Jefe de Estado, debiera contenerlo, más todavía en los momentos críticos que está pasando el país, así y se nos diga que vivimos un momento estelar, que sin embargo no se constata en la realidad diaria, palmaria y fehaciente.

La oposición política tampoco es mejor, anda perdida, desbrujulada si se me permite la licencia del uso de semejante término. La iniciativa del líder nacional del otrora partidazo, Alejandro Moreno Cárdenas, de armarnos hasta los dientes, pinta de cuerpo completo la falta de rumbo político, y sobre todo, la grave escasez de propuestas sensatas y viables. La propuesta de Alito es sólo un ejemplo de cómo la oposición está cada vez más alejada del deber que también tiene de apuntalar al país. En medio, trata de sobrevivir la mayoría de la población, prácticamente en el desamparo de quienes se dicen sus gobernantes, más ocupados de las cosas del poder y las parcelas de éste.

La advertencia de los legisladores panistas de que combatirán e impugnarán los actos anticipados de campaña, en alusión a las “corcholatas”, un término que abona al deterioro nacional, en busca casi frenética de su destapador -figúrese usted-, es otro indicador del clima de tensión política que se avecina de cara a las campañas que seguramente agudizarán la confrontación nacional, con resultados que desde ahora se vislumbran potencialmente graves y perjudiciales para el país en su conjunto.

Las descalificaciones desde la principal palestra del país, el Salón de la Tesorería de Palacio Nacional, suben de tono con una periodicidad prácticamente cotidiana y llegan a extremos como el embate a sacerdotes jesuitas, históricamente al lado de los pobres, simple y llanamente porque hacen ver y relaman  o proponen la necesidad de un ajuste en la estrategia de seguridad o de combate a la criminalidad, que también se ha cebado en ellos con el asesinato a balazos de dos sacerdotes en Cerocahui, Chihuahua. Se les ha llamado hipócritas y cuestionado sobre si lo que quieren es una guerra. ¡Ufff! ¿Quién podría querer una guerra? No hay ningún sentido en esa pregunta.

Se ha pedido si, y de manera cada vez más insistente, un cambio, un ajuste en una política que según las cifras, aun las oficiales, no está dando los frutos deseados y esperados por una mayoría del país para bajar los índices criminales. Esas expresiones sólo agravan el problema porque impiden un diálogo respetuoso y sensible para echar a andar una política que -esencialmente- debería consistir en atender la obligación que tiene todo Estado de cumplir y hacer cumplir la ley. Nadie en su sano juicio quiere una guerra, la cual vive sin embargo la ciudadanía en forma cotidiana, a riesgo de su vida y patrimonio, ante el desamparo del Estado, que ha renunciado en buena parte a ejercer el uso legítimo de la fuerza para obligar al acatamiento de la ley, y en su caso, a castigar su quebrantamiento constante, esto bajo el argumento más bien de que hay que cuidar a los criminales porque también son personas. Se percibe una confusión al respecto. No se trata de masacrar y ni siquiera de enfrentar a sangre y fuego a la delincuencia. México tiene un estado de derecho y hay que aplicarlo Por lo demás, también hay estrategias de inteligencia de combate al crimen. 

México, sobra decirlo aun cuando hay que insistir en ello, está en el vórtice de una crisis múltiple. La economía apenas y crece, el desempleo se agudiza, la criminalidad avanza, la educación ensombrece el futuro de amplios segmentos poblacionales, la pauperización y la pobreza se extienden, la salud de los mexicanos se degrada, el éxodo de mexicanos en busca de la vida encuentra la muerte, y hay señales ominosas incluso de desabasto, carestía y aún focos de hambruna, mientras nuestros políticos, desde la cúspide del poder, no atinan a encontrar la ruta de salida para la mayoría de los mexicanos. Al contrario, se apelmazan y empeñan en destruir puentes que urgen para ponerse de acuerdo al menos en una agenda esencial. El año próximo, habrá una pelea a cuchillo por los dos últimos bastiones del PRI, el Estado de México y Coahuila, la antesala o el preámbulo de la guerra por la presidencia. Seguirán casi seguramente los políticos dando la espalda a los problemas fundamentales del país o arremetiendo con todo para hacerse del poder, lo que agudizará el clima de disenso nacional.

¿No es tiempo de serenarse, un poco al menos? ¿No debería el presidente hacer un alto en el camino de los insultos para convocar con su autoridad y facultades a un gran diálogo del país para reducir los fuegos que amenazan con arrasar a un país, que se dice inmerso en una transformación, pero que parece bastante bien encaminado a un choque de proporciones mayúsculas e impredecibles? ¿Acaso es mucho pedir para y por México? ¿No habría que pensar un poco al menos en esto?

Roberto Cienfuegos J.

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@RoCienfuegos1