“Ni los veo ni los oigo”

Algo debe pasar con los hombres en el poder que sufren con frecuencia, al menos en México, de una rara enfermedad,

por lo menos hasta ahora no explicada del todo en sus motivaciones, manifestaciones y contagios, pero que coincide con el momento actual del país, ahora en la quinta ola de la pandemia del coronavirus y, más recientemente, con esa otra que llaman viruela símica o del mono, que según la Organización Mundial de la Salud, es ya una emergencia de salud pública de importancia internacional.

Esa enfermedad que sufren los hombres de poder en turno se expresa con síntomas como “ni los veo ni los oigo”, una condición que hace que desdeñen a todo aquel que opine, informe o considere lo contrario de los encumbrados, y no se diga de quienes de manera franca y abierta los adversan. En este último caso, los síntomas empeoran, algo que se ha visto ya, con consecuencias funestas, si no para el paciente directamente afectado, sí para quienes tratan de advertirlo a tiempo.

La enfermedad, lo mismo, pegó al expresidente Carlos Salinas de Gortari, quien soltó en su sexto informe de gobierno la frase “ni los veo ni los oigo” a los opositores de entonces en el Partido de la Revolución Democrática (PRD), donde curiosa y paradójicamente militaba ni más ni menos que el hoy presidente Andrés Manuel López Obrador. Así nos fue luego con Salinas, quien ensoberbecido con su poder, muy probablemente llegó a suponerse a asumirse como un ser lo más parecido a un semidiós, que no miraba y mucho menos escuchaba los ruegos adoloridos de muchos y mucho menos de sus opositores.

Ahora, la enfermedad a la que aludo parece también presentar síntomas, no sé si por contagio, en el hoy presidente, quien sigue de frente, raudo, imperturbable, convencido de sus propios datos y sin experimentar un ápice de miedo, dicho esto para seguir con su famosísima matutina al ritmo del no menos popular “Chico Ché”. López Obrador desdeña todo el tiempo a sus críticos, peor aún a sus opositores. Reivindica para sí y su mandato una autoridad moral y política absoluta, en donde no hay medias tintas y mucho menos matices. Es el amo y señor de la política en México y ay de aquellos que osen criticarlo o proponerle una vía distinta a la que trazó desde julio del 2018 y que seguramente mantendrá sin variación alguna hasta el último día de septiembre del 2024. Y quienes se atreven a sugerir o proponer algo distinto a su decisión, ya verán las consecuencias.

Lo menos grave es que se agite el pecho presidencial, que no es bodega, para que surja toda una ristra de epítetos, de sobra conocidos ya por los mexicanos a esta altura sexenal, por lo que sería ocioso repetirla.

Así, no hay una sola política de este sexenio sujeta o susceptible a un cambio, modificación o reemplazo. Una sola, insisto. El presidente es inamovible en sus convicciones y creencias, e imposible de un cambio, bueno, ni siquiera acepta que se mueva una coma, imagínese usted. Así ha operado políticamente, implacable, bajo el imperio de sus propios datos, ideas y creencias.

Quienes asuman una idea diferente, aun con evidencias contundentes, se equivocan. López Obrador niega incluso las pruebas que eventualmente se le presenten o puedan presentársele. Es inútil. Como hizo Salinas de Gortari en su tiempo, López Obrador ni ve ni escucha. Punto. Ojalá no se equivoque.

Roberto Cienfuegos J.

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@RoCienfuegos1