Al llegar a la Presidencia de la República, López Obrador se negó a vivir en la residencia oficial de Los Pinos y decidió convertirla en un espacio cultural, como parte de sus promesas de campaña para acabar con la corrupción y los lujos innecesarios.
En este sentido, en un acto que miles de incautos consideraron un gesto de humildad, hizo de su hogar un pequeño departamento ubicado al interior de Palacio Nacional, ignorando que esta decisión refleja los delirios de grandeza de quien hoy se sienta en la silla presidencial.
Porque a decir verdad nuestro Presidente es un megalómano, un hombre con tintes mesiánicos que genera entre sus simpatizantes una especie de idolatría. Para los beneficiarios de sus programas sociales se ha erigido en un rey justo y sabio que ayuda al pueblo bueno, al tiempo que castiga con mano de hierro a los corruptos y detractores que buscan desestabilizarlo. Sin embargo, el mandatario federal de lo único que ha demostrado ser rey es de las mentiras, la manipulación y los falsos discursos.
A estas alturas, AMLO se asemeja a una versión adulterada del Rey Midas, ya que todo lo que toca lo descompone. En menos de dos años, bajo la bandera de la austeridad, ha desmantelado la administración pública federal, suprimiendo áreas estratégicas que cumplían puntualmente con sus atribuciones; de igual forma, ha recortado presupuesto a programas prioritarios para el desarrollo de México y la protección de grupos vulnerables, con la finalidad de redirigir estos recursos a proyectos que a todas luces pintan para ser elefantes blancos (como la inservible Estela de Luz que tanto ha criticado).
Aunque se considera un defensor de la democracia, en el fondo busca con desesperación acumular la mayor cantidad posible de poder y, en consecuencia, es incapaz de escuchar o dialogar con quienes piensan de forma diferente. Para muestra de lo anterior, basta con apreciar el éxodo de funcionarios públicos, incluyendo secretarios de estado; la reciente salida de un grupo de gobernadores de la CONAGO, calificada como una entelequia, al haber perdido fuerza como un espacio útil de interlocución; y los constantes ataques que dirige desde su púlpito hacia los órganos constitucionales autónomos, que si bien no puede desaparecerlos cuando menos busca controlarlos.
Lamentablemente, su odio desmedido e ineptitud comprobada han permeado en muchos de los que aún integran su equipo de trabajo. Esta semana, el subsecretario de salud -de quien he hablado en otras columnas- protagonizó un nuevo episodio de soberbia y arrogancia al referirse de manera sarcástica al plan presentado por seis “ilustrados” ex secretarios de salud para controlar la emergencia sanitaria. Y de lo que acontece en torno a la Comisión Nacional de los Derechos Humanos mejor ni escribo nada para evitar hacer corajes. Que vergüenza que los senadores guindas decidan arropar a Rosario Piedra, cuando es la única persona que debería abandonar a la brevedad posible las instalaciones de dicho organismo.
Así las cosas, los miembros de la cuarta transformación continúan defraudando a los millones de mexicanos que, asqueados por la descarada corrupción que predominó en los gobiernos anteriores, los pusieron en el poder con la esperanza de un cambio, misma que se ha ido diluyendo con el paso de los meses. Máxime, porque en lugar de abocarse a la reconstrucción de un país en ruinas (legado de las pésimas gestiones del llamado “PRIAN”), han concentrado todos sus esfuerzos en la búsqueda de culpables y no de soluciones.
Por cierto, esta semana fue agredido nuevamente el periódico Reforma, al cual el prócer calificó como un “pasquín inmundo”.