Esteban Miranda siempre había sido un hombre trabajador y esforzado que luchó por superarse en la vida, no sólo como persona, sino como empleado, trabajador y responsable.
A sus 30 años estaba casado, con un hijo de dos años y su esposa esperaba el nacimiento de su segundo heredero, motivo por el cual él se encontraba sumamente feliz y optimista.
Desde hacía cinco años estaba pagando un pequeño departamento que había obtenido gracias a los programas sociales en los que estaba inscrito.
Con el asenso recibido el año anterior, su sueldo había aumentado y sus esperanzas para una mejor vida se habían incrementado notablemente.
Usando sus ahorros y buscando la comodidad de su familia, Esteban se había comprado un carro, el cual no sólo le serviría para desplazarse hacia su lugar de trabajo, sino también serviría para trasladar a su mujer y a sus hijos los fines de semana en los que se irían a pasear para relajarse.
El asenso que había recibido en su trabajo, se produjo justo dos semanas antes de que comenzara la llamada cuarentena, esa epidemia que lo había obligado a permanecer en casa casi tres meses al lado de su familia.
Y mientras para muchos fue casi como una condena, para Miranda fue como una bendición, pudo disfrutar de la compañía de su hijo y de su mujer.
Cuando le avisaron que debía incorporarse a sus labores, realmente sintió tristeza de no seguir con esa hermosa rutina en la que habían caído, pero las obligaciones estaban primero.
En todo momento su familia siguió las normas impuestas por las autoridades sanitarias, el uso del cubrebocas, lavarse bien las manos, un ritual con el que se divertían ya que mientras lo hacían tarareaban la primera estrofa de las mañanitas, desinfectarse los zapatos, la ropa, los productos que compraban, en fin, se cuidaban unos a otros.
Se incorporó a sus labores en la empresa para la cual laboraba y pudo disfrutar del auto que había comprado, ahora le parecía más que acertada su compra ya que al ir en su carro al trabajo y al regresar en él, no tenía que utilizar el metro o los colectivos.
No tenía duda alguna que la vida le sonreía y lo premiaba con una intensa felicidad familiar, así que se entregaba por completo a sus labores y regresaba puntual a su casa para estar con sus seres queridos a los que día con día amaba más.
Nunca imaginó lo que el destino le tenía deparado, nunca pensó siquiera en la posibilidad de que algo así pudiera sucederle a él, nunca creyó que su dicha no iba a ser eterna y que todo tiene un final, que no siempre es como lo deseamos.
Y fue precisamente esa tarde-noche, cuando al ir de regreso a su hogar, cuando un semáforo lo hizo detenerse en la esquina de una calle solitaria.
Dos hombres, uno de cada lado del auto, se acercaron e intentaron abrir las puertas del carro pistola en mano, ambos se veían amenazantes y decididos.
Uno de ellos le ordenó que abriera la puerta y Esteban obedeció dócilmente, las puertas se abrieron y le ordenaron con gritos y groserías que se bajara pronto.
Esteban decidió obedecerlo, siempre lo había comentado con sus amigos, "vale más tu vida que cualquier cosa material" total, si se robaban el carro el seguro lo compensaría, pero su vida, aunque también estaba asegurado, no se la devolverían.
Lleno de nervios y temor, Miranda intentó soltarse el cinturón de seguridad y no podía, los rateros se desesperaron, el que estaba a su lado le dio un puñetazo y le exigió que se apurara, aquello aumentó sus nervios y su temor, así que no pudo librarse del cinturón.
Nunca supo si fue por desesperación, por frustración, por intoxicación de drogas o simplemente porque así tenía que ser, pero al hacer un movimiento con el cuerpo para librarse del cinturón, el delincuente que estaba al otro lado del carro disparó sobre de él gritando.
—Va a sacar una pistola
El cómplice, desconcertado, pero alertado, no dudo en disparar también sobre Esteban que se desplomó en el asiento mientras aquel par de infelices corría para escapar.
Sin que nadie pudiera detenerlos, los delincuentes se perdieron en las oscuras calles de aquel barrio en donde ya habían cometido varios robos sin que nadie hiciera nada para hacerlos pagar sus delitos.
En sus últimos minutos de vida, Esteban Miranda, lloró en silencio, lloró por su esposa y por sus hijos, lloró por lo injusta y despiadada que le pareció la muerte, lloró por no poder hacer nada por evitar que la vida se le escapara de aquella absurda manera.
Pero principalmente, las lágrimas escurrieron por sus mejillas antes de cerrar los ojos para siempre, su último llanto fue porque el cinturón de seguridad por fin se pudo abrir.
"Audentes fortuna iuvat.
Dum loquimur, fugerit invida Aetas:
carpe diem, quam minimum credula postero.
Breve et irreparabile tempus omnibus est vitae"
Fortuna et salutem