La teoría de la división de poderes, surgida de la obra de Montesquieu “El Espíritu de las Leyes”, marcó un parte aguas en la organización y conformación de las instituciones de gobierno. La división las funciones de gobierno en cuerpos legislativos, ejecutivo y judicial
implicó el fin del absolutismo y el inicio de la era de los equilibrios en el ejercicio del poder público. Para la época, ello generó un paradigma que se ha mantenido hasta nuestros días y que parece ser la mejor forma de evitar abusos por parte de quienes tienen la gran responsabilidad de gobernar.
Legislativo, ejecutivo y judicial, cada uno, en el ejercicio de sus funciones, crea una ecuación armónica cuyo objetivo principal es evitar abusos por parte de quienes ostentan el poder del Estado. En pocas palabras: uno vigila al otro y, entre ellos, se somete a quien se salga del esquema o pretenda invadir las funciones de otro.
Así funcionan los gobiernos con normalidad democrática. Tienen, en su estructura, una división de poderes, siempre viendo que su marco normativo organizacional contemple los mecanismos de control. Teóricamente, este esquema evita abusos y el sometimiento de uno de los poderes sobre los otros. Sin embargo, ya sea por pragmatismo, conveniencia o mera condición momentánea, uno llega a imponerse a otro, a través del abuso en el ejercicio de sus funciones de vigilancia y control.
En este orden de ideas, en los últimos años hemos visto como el Poder Judicial de la Federación, a través del ejercicio de interpretación y control constitucional con que cuenta la Suprema Corte de Justicia de la Nación, ha logrado imponerse a las determinaciones tanto legislativas como ejecutivas. A través de criterios jurisprudenciales, han obligado al legislativo a modificar el marco jurídico normativo y ajustarlo a la visión momentánea de la mayoría de sus integrantes. Su fuerza ha sido tal que, incluso, lograron imponer criterios para generar la permanencia, cuasi vitalicia, en el ejercicio de los cargos jurisdiccionales so pretexto de ser éste un mecanismo para garantizar la independencia y autonomía de los juzgadores.
Hoy por hoy, lejos de vislumbrar el retorno al presidencialismo mexicano absoluto, característico del siglo XX, vemos que se está imponiendo el “gobierno de la judicatura”, en donde todo actuar es revisado y, en su caso, revocado por determinación de las instancias judiciales. Ante este panorama, los que cimbran las tribunas con incendiarios discursos políticos, enmudecen la mayoría de las veces, por ignorancia, y las otras por indolencia. Los nuevos tiempos en México se manejan desde la autonomía e independencia del Poder Judicial, donde se resuelven, en última instancia, los grandes problemas de la República.
@AndresAguileraM