Sin entrar en discusiones sobre las diversas teorías jurídicas y políticas del origen de la Constitución –pues no es la intención el dictar un artículo académico– debemos tener conciencia que las constituciones de los Estados son instrumentos que sirven
para establecer no sólo la condición en que habrá de ejercerse el poder político de las instancias gubernamentales, sino la forma en que éstas interactuarán con la población que conforma el Estado.
En el caso de México, la Constitución liberal publicada en el Diario Oficial de la Federación el día 5 de febrero de 1917, obedeció a un gran cisma social que dio origen a la Revolución Mexicana, pues desnudó las grandes deficiencias sociales que se padecían. Las desigualdades sociales, lo ineficaz del sistema educativo, las carencias de reconocimiento de derechos de la clase agraria y trabajadora mexicana, una laicidad que existió sólo en papel pero que desapareció durante el gobierno del octogenario Porfirio Díaz y –en general– las injusticias prevalecientes que dieron origen a los levantamientos armados de principios de siglo, fueron motivo suficiente para reorganizar a las fuerzas que confluyen en el estado mexicano.
Hoy por hoy las injusticias sociales que se buscó combatir con la Revolución y su Constitución siguen vivas. Los trabajadores del campo y la industria padecen grandes injusticias y sus derechos siguen siendo sojuzgados por los grandes intereses económicos; la educación pública es notablemente deficitaria –y más tras las nefastas reestructuras promovidas por los gobiernos de Vicente Fox y Felipe Calderón–; la laicidad se difumina y las iglesias conservan privilegios inmerecidos e, incluso, inciden en las determinaciones de Estado; al tiempo que la pobreza continúa su infame crecimiento, ante la inacción del gobierno y de las administraciones de los últimos 30 años, cuya idea de economía ha sido la contemplación y el dictado de explicaciones que no convencen a la población y, menos, solucionan la problemática.
Ciertamente nuestra Constitución presenta innumerables deficiencias, pues es producto de la voz popular y no de académicos ni doctos juristas. Sin embargo –a mi juicio–, sigue estando vigente, pues los clamores de reivindicación y justicia social que se encuentran insertos en su texto no han sido cumplidos, por el contrario, estamos en deuda pues las promesas de bienestar y mejoría que se pregonaron y que, durante décadas, han servido de banderas políticas, hoy están más vivos que nunca.
Dejemos pues las concepciones académicas que, desgraciadamente, desatienden la realidad que afecta a México. Yo creo que, más que una nueva constitución, necesitamos cumplir con el proyecto de desarrollo y justicia social que ésta se planteó desde su promulgación. Se lo debemos a los millones de mexicanos que han dado su vida por el ideal de hacer de México un país con justicia social.
@AndresAguileraM