Este 2016 cierra con hechos que nos recuerdan la verdadera condición humana. Guerra, violencia, hambre, inequidad, injusticia y corrupción, son calificativos que no sólo describen los sucesos acontecidos durante este año, sino que caracterizan la historia de la humanidad.
Ciertamente, en más de cinco mil años de evolución, las sociedades humanas siguen adoleciendo del mismo mal: la falta de control sobre las pasiones individuales y egoístas, que se potencializan gracias al acceso al poder. El egoísmo hace que los seres humanos privilegien sus apetitos individuales sobre las necesidades de la colectividad; aún y cuando ello va en detrimento de su propia existencia como especie dominante en el planeta. Ya lo consignaba Thomas Hobbes hace más de 300 años –y Plauto antes que él– “el hombre es el lobo del hombre” y ello sigue patente en nuestros días.
Por ello, vale la pena reconsiderar el papel del Estado en el desarrollo de las sociedades del orbe. En una síntesis muy apretada, lo podemos entender como una creación humana, basada en un acuerdo tácito entre sus integrantes, que tiene como finalidad primordial brindar seguridad para que las personas que lo conforman puedan desarrollarse libremente, sin que esta libertad obstaculice la de los demás. El gobierno –como brazo ejecutor del Estado– tiene la obligación de imponerse para que el egoísmo humano se module y se permita la convivencia y el desarrollo social entre sus pobladores, tanto en su interior como hacia en el exterior con respecto a los otros Estados. Es, en pocas palabras, una invención creada por la sociedad para generar seguridad y garantizar la organización de la vida de las personas sin que los individualismos se impongan sobre un bienestar general.
Sin embargo, en los últimos tiempos, los gobiernos del mundo están perdiendo eficacia y ganando detractores. Los excesos de los políticos y los rampantes escándalos de corrupción, todo ello aunado a una notoria ineptitud y su vulgar y cínico sometimiento a los grandes intereses económicos, hacen que se desvirtúe la naturaleza y finalidad del gobierno.
La gente ya no confía en sus gobernantes ni en sus instituciones; claman por orden, seguridad y justicia, pero desdeñan los mecanismos creados y probados para lograrlos. El descontento y el “mal humor social” crecen exponencialmente, la gente desprecia a los políticos de carrera y abraza opciones alternativas que se muestran como “anti-sistémicas” pero que, desgraciadamente, dan visos de ser la antesala de dictaduras auspiciadas por el clamor popular. El mundo se acerca, peligrosamente, a un sendero que ya transitó a principios del siglo XX, cuando el fascismo cobró auge como respuesta a la insatisfacción generalizada para con los efectos del liberalismo desmedido. En este sentido, habremos de estar atentos para evitar que el descontento se transforme en odio y sea éste el que dirija los destinos de las instituciones de gobierno de las naciones.
@AndresAguileraM