El gobierno es ese brazo operador del Estado que tiene como obligación
principal brindar seguridad a la gente que lo conforma. Se organiza conforme cada país lo va requiriendo, en atención a su devenir histórico y a las necesidades tanto territoriales como poblacionales, al tiempo que se le establecen mecanismos de control para generar equilibrios que eviten abusos en contra de la gente y sus derechos.
De este modo, la mayoría de los Estados modernos adoptaron, como forma de organización, la división del poder público, en donde las funciones ejecutiva, legislativa y judicial juegan papeles específicos respecto a la actividad gubernamental y, entre sí, generan pesos y contra pesos que evitan la sumisión de las libertades de los gobernados, pues una es vigilante de la otra.
Ya sean regímenes monárquicos o republicanos; presidencialistas o parlamentarios; el hecho es que, legalmente, existen mecanismos que evitan la sumisión entre los poderes, lo que evita abusos en el ejercicio público y obligan al respeto a los derechos de los ciudadanos. Para eso fue concebido y, en esa lógica, es como se han manejado los gobiernos democráticos del orbe.
El basamento de un buen gobierno es, indiscutiblemente, la legitimidad misma que algunas autoridades, como el ejecutivo y el legislativo, la obtienen a través del sufragio y las urnas; en tanto que otras —como el poder judicial y organismos con autonomía constitucional— la consolidan precisamente en el ejercicio de su función, pues por su nivel de alta especialización, requieren de procedimientos más cerrados de selección que permitan calificar su idoneidad para el desempeño de la función.
El caso concreto del Poder Judicial tiene especial relevancia, pues es el vértice del que parte el equilibrio de poderes. En última instancia resuelve cuando existen disputas entre autoridades, determina la actuación y legalidad, al tiempo que es guardián de la constitucionalidad de los actos de todas las autoridades. Asimismo, tanto el ejecutivo como el legislativo cuentan con mecanismos, como el proceso legislativo, que permiten regular y evitar excesos por parte de la judicatura.
La independencia genera equilibrios, y estos propician un correcto desarrollo de la vida democrática de las naciones. Independencia que debe comprenderse como la autonomía para la toma de decisiones, más jamás como aislamiento o desentendimiento de las obligaciones públicas, pues —al final— debe prevalecer la coordinación y el diálogo para generar beneficios reales para la sociedad.
Un proyecto político, postulados y arengas de campaña jamás deben ser excusas para violentar tanto la independencia como los equilibrios que prevalecen en la Constitución, pues como pacto político fundacional del estado, es la instancia encargada de precisar y regular esos mecanismos, así como su inviolabilidad. Por ello, cualquier declaración que pretenda imponer un proyecto, postulado o visión política a los otros, es —por decir lo menos— irresponsable y altamente peligroso, no sólo para la vida política del país sino para la prevalencia de la democracia, como expresión propia de la libertad como principio fundamental el Estado Moderno.
@AndresAguileraM