En la conmemoración del 209 aniversario del inicio de la Guerra de
Independencia de México, se presentaron diversas circunstancias que son dignas de apreciar y entender. Más allá de pasiones, filias o fobias, todos los mensajes, tanto expresos como tácitos, implican una serie de respuestas a molestias expresadas, de forma reiterada por la sociedad.
Debemos tener en cuenta que el primero de julio de 2018 hubo una expresión mayoritaria de la sociedad que se pronunció por un cambio radical de la forma de llevar los asuntos públicos. La gente se hartó de la corrupción y de los abusos de la clase gobernante para favorecerse del poder de las instituciones, pero —sobre todo— de la ineptitud que, desgraciadamente, habían demostrado quienes se hicieron cargo de los destinos del país, llevando a la sociedad a la desilusión y a la desesperación.
En esa lógica, la gente exige que las personas que dirigen a las instituciones del país lo hagan con responsabilidad, cumpliendo con las funciones que tanto la constitución como las leyes les confieren y, con ello, se generen las condiciones adecuadas para desarrollarse en libertad y con la seguridad de que cualquier transgresión a las normas que regulan la convivencia, serán debidamente restringidas y sancionadas. Es decir: se privilegien el derecho y la justicia como finalidades últimas del Estado.
En esa lógica, los mensajes y símbolos empleados por el Titular del Ejecutivo parecieran tener la finalidad de transmitirle a la sociedad precisamente eso: que está atendiendo esos reclamos de reivindicación. Así, vimos una ceremonia diametralmente distinta a la estilada desde principios del siglo pasado, donde se volvía una fiesta cortesana donde la clase política y económicamente encumbrada, hacían gala de su estatus y posición. Ahora, los pasillos de Palacio Nacional lucieron solos, como si sólo albergaran a la escolta que resguardaba a nuestra bandera y a quién, en cumplimiento al protocolo, habría de representar el Grito de Independencia, desde el balcón central. Nadie más, pero nadie menos: las fuerzas armadas en pleno, encabezados por su comandante supremo, sin otro actor que interviniera en ese cuadro.
Gratamente escuchamos veinte arengas que, lejos del vaticinio catastrófico de los detractores, convocaban a la reconciliación y al reencuentro. Se mostró, como hacía mucho tiempo no ocurría, como un verdadero acto de unidad nacional. Sin embargo, otros mensajes —quizá más estruendosos— se materializaron esa misma noche. Un grupo armado irrumpió en el bar “Doña Rosa” asesinando a cinco personas e hiriendo a tres, en una clara operación de ajuste de cuentas de la delincuencia organizada, lo que se suma a los otros tres atentados, que han teñido de rojo nuestro territorio en el último mes, anunciando —muy penosamente— que la violencia lejos de disminuir va en aumento, como un suceso maldito que nos recuerda lo lejos que estamos de una gobernanza nueva, en donde el Estado cumpla —verdaderamente— con esa exigencia social.
@AndresAguileraM