Gobernar es un arte difícil de practicarse. Implica, entre muchas otras cosas, tener la convicción de hacer lo necesario para garantizar la vida y la seguridad de las personas que forman el Estado, aún y cuando lo que se haga sea impopular o, incluso, hasta cuestionable. Es, en síntesis, poner el interés general, el bien mayor —o el mal menor— sobre el apetito egoísta de la popularidad.
Los grandes líderes de la historia de la historia moderna, durante sus mandatos, fueron impopulares, pues entendieron —a cabalidad y en absoluta responsabilidad— el papel que han decidido asumir: ser mandatarios —léase representantes— de la gente para garantizar y protegerles su vida, libertad y patrimonio. Esa es la obligación de cualquier gobernante, es una persona contratada para cumplir con esa valiosa función y, para ello, se les otorgan facultades y poderes legales para realizarlo. No se les contrata para ser populares, que la gente los quiera o les aplauda su actuación, su obligación es velar porque la gente esté segura y pueda vivir sus vidas en libertad. El reconocimiento popular se dará a la postre, a la luz de los resultados logrados, que se podrán ser evaluados en razón de bienestar generado.
Sin embargo, la dinámica social nos ha llevado hacia un extremo poco favorecedor para un correcto ejercicio de gobierno. La ambición y el poder han hecho que se pervierta el espíritu democrático y que se impulsen figuras populares, con discursos empáticos con el descontento generalizado, pero que pocos —o nulos— resultados les brindan a sus mandantes. Así, conservan una tónica crítica, su afinidad popular, pero deleznan la importancia y valor del propio gobierno, en pro de mantenerse al frente de las instituciones gubernamentales y, de este modo, detentar el poder, someter a la sociedad y conseguir los fines individuales y egoístas que los impulsan.
De este modo, los procesos electorales se convierten en fines perversos para mantener el poder, en tanto, que el bien público, la colectividad y, en general, la sociedad, pasan a un segundo término, como medios dispensables, lo que —según Políbio— se corrompen los sistemas democráticos transformándolos en demagogias y oclocracias.
La oclocracia o tiranía de la muchedumbre, depone la justicia ante la decisión apasionada e irreflexiva de un gran conjunto de personas que, en ánimo de pasiones desbordadas, definen el rumbo de la colectividad sin que medie lógica, objetivos y fines, entre tanto, una clase política autócrata, dispone de los medios, facultades y poderes para saciar sus propios apetitos, cumpliendo con el dicho: “a rio revuelto, ganancia de pescadores”.
En estos tiempos la humanidad enfrenta uno de sus más grandes retos: deponer la racionalidad en pos de la irracionalidad de la debacle democrática, ya que se ha abierto, peligrosamente, la puerta a los autócratas demagogos que, escudados en la ignorancia, el resentimiento y la falta de justicia social, han implantado la semilla de la discordia como mecanismo de legitimación gubernamental, en tanto, nuevamente, los depauperados, los olvidados y quienes están ávidos de justicia, son groseramente utilizados como medios para concretar su control y poder.
@AndresAguileraM.