Los medios de comunicación —incluidas las redes sociales— son una parte fundamental para el desarrollo democrático. A través de ellos se comparten ideas, se difunden descubrimientos y denuncian
situaciones que impactan en el tejido social. De este modo es como contribuyen al perfeccionamiento de individuos y sociedades. Su función, para que se mantenga útil, requiere estar basada en un actuar libre pero responsable, entendiendo siempre que es indispensable que se rija por la verdad y, sobre todo, la certeza.
Desde siempre, el papel de la prensa ha sido cuestionado e incluso atacado por el poder político, pues como lo comentábamos en colaboraciones anteriores, la incomodidad de la critica, acentuada por el zalamerismo, la megalomanía y el egocentrismo de los políticos y gobernantes, hacen que la pretensión autoritaria de controlarlos siempre esté latente. Sin embargo, también es innegable que la prensa, al ser un poder real y perceptible, es susceptible de pervertirse y corromper su esencia, naturaleza y fines.
Así el poder de difundir y denunciar, como cualquier otro, se vuelve atractivo y embriagante y, con ello, saciar ambiciones, pasiones personales y egoístas de quienes lo detentan y lo ejercen. Por ello no es difícil presumir y conocer su corrupción, lo que deteriora su imagen y trasgredido sus fines esenciales, en la que, por lo incontenible de su fuerza e influencia, llegan a generar una violencia exacerbada, desmedida y sumamente belicosa contra quienes se negaron a cumplir con las pretensiones egoístas de los comunicadores.
La sociedad y, en general, todas las personas del orbe han experimentado una situación de violencia ejercida a través de la difusión. Las redes sociales han sido un vehículo muy socorrido para esta circunstancia ya que brindan notoriedad y mucha exposición, lo que permite que cualquiera difunda lo que desee. De este modo, crece la posibilidad de que la calumnia y la extorsión se presenten, lo que lamentablemente ocurre con mucha regularidad.
Hoy son más comunes las extorsiones para evitar difundir alguna conducta, secreto o situación que pone en riesgo la estabilidad psicoemocional de las personas. También lo es que, ante reyertas, se utilicen estos mecanismos para atacarse entre los disputantes a modo de batallas campales interminables y que escalan en belicosidad.
Esta forma de violencia, de suyo despreciable y condenable, hace que se generalice de tal forma que se vuelve parte de la interacción social, cuando —en realidad— debieran ser conductas reprochables y sancionables.
Desgraciadamente ya no se vuelve perceptible, por el contrario, pareciera haberse acentuado en los últimos años, donde las ambiciones y pasiones se desbordan y abusan de una condición de libertinaje que a nadie conviene ni mucho menos útil para los fines valiosos de la sociedad.
Este tipo de violencia forma parte del paisaje, se ha aceptado y, sobre todo, normalizado como una situación producto de la libertad, cuando en realidad es la materialización del egoísmo y la megalomanía de quienes la utilizan de forma irresponsable, mezquina, sin el menor recato, consideración o mínima empatía.
Es indispensable que la propia sociedad, a través de sus mecanismos, se reencamine para evitar estos abusos que se cometen pervirtiendo la libertad de expresión y el voto de veracidad al que todo comunicador debe estar ceñido.
@AndresAguileraM