México es un país con una diversidad cultural sumamente rica que nos permite tener uno de los bagajes más complejos de las naciones del orbe. Tenemos 62 grupos de diversidad étnica, conformada por poco más de 15 millones de personas, que tienen tradiciones y costumbres ancestrales que los
diferencian entre sí y que, hasta en algún punto, los llegan a confrontar; sin embargo, esas diferencias, que tienen orígenes remotos y hasta místicos, se anulan cuando una causa pone en riesgo a esa entelequia que muchos llaman “mexicanidad” y que otros, sobre todo los estudiosos de la ciencia política llaman Estado.
Ese sentimiento de unidad es lo que hace que una nación sea fuerte y, sobre todo, sólida. Es ese vínculo el que se funda y va más allá de la simple coincidencia y ubicuidad. Es la voluntad de sumarse en un esfuerzo continuo para mejorar su condición y circunstancia, vinculados en un origen común que va más allá de las rencillas ancestrales y problemas mundanos de colindancias. Es, en pocas palabras, el deseo inserto de solidarizarse en un esfuerzo comunitario por lograr el bienestar general.
En esta lógica, el gobierno ha sido quien tiene la obligación de ejercer las acciones necesarias para lograrlo; para ello, las leyes le conceden poder y facultades específicas para cumplir con sus objetivos. De este modo se consolida como un mecanismo útil para el bienestar general y valioso para las personas.
Actualmente muchas quejas giran en torno a la forma en que el gobierno actúa para lograr sus fines; sobre todo, por la falta de resultados y la mengua de las condiciones de bienestar en la sociedad, que generan una desilusión generalizada en torno a los medios democráticos que han ido menguando su legitimidad, abriendo peligrosamente la puerta a regímenes totalitarios y autoritarios, en los que —voluntaria y convenientemente— ceden su libertad y derechos a pretenciosos y ambiciosos megalómanos, a cambio de promesas de imposible solución pero que representan y reflejan los legítimos deseos de desarrollo pleno.
El ofrecer resultados inmediatos, que no representan mayor beneficio para la trascendencia de la sociedad, es una situación que únicamente sacia transitoriamente los deseos de revancha más que de justicia; que ensalza el divisionismo y deteriora los lazos que cohesionan al Estado, debilitándolo y rompiendo los equilibrios necesarios para su permanencia. De este modo, el gobierno deja de ser un instrumento de utilidad social para transformarse en un mecanismo para el simple control social.
De este modo es como los Estados dejan de ser útiles y, en consecuencia, sus acciones —incluidas las leyes— pierden legitimidad y obligatoriedad, con lo que las comunidades, etnias y demás grupos sociales que, por su origen, se sienten desplazados, desentendidos y completamente abandonados.
El ceder la libertad a cambio de espejismos resulta ser un mal trato. Otorgarle el poder a quien sólo lo ambiciona para saciar deseos egoístas implica permitirle disponer de la vida, bienes y destino de las personas a quien carece de empatía y sensibilidad sociales, implica un grave riesgo para el bienestar de las personas y las generaciones venideras, pero, sobre todo para la libertad de las personas y para ese vínculo que nos hace una nación consolidada: la unidad en torno a la mexicanidad.
@AndresAguileraM