El mundo del crimen es algo sumamente ajeno a la cotidianidad de la gente. Genera, por la lejanía a la rutina social, mucha curiosidad y hasta morbo,
lo que ha hecho de esta actividad, en sus diversas variantes, un tema recurrido en la literatura, teatro, cine y televisión. Historias vienen y van en las que, de formas majestuosas, han logrado romantizar actividades que, de suyo, son sumamente perniciosas y lastimosas para las personas.
Mario Puzo ha sido uno de los principales exponentes de esta corriente literaria. Su obra máxima “El Padrino” ha sido el ícono de este género. La película homónima —que cumple 50 años de su estreno— es una joya del séptimo arte, referente indudable del género. Tras de sí, ha habido un sin fin de libros, series y películas que muestran, de diversas maneras, un mundo que, por ser proyectado en letras e imágenes, ya sea con crudeza o en apología, pareciera fantástico e irreal, sin embargo, está más cerca de lo que pudiéramos siquiera imaginar.
La clandestinidad en la que se desarrolla, el sigilo con el que perpetran sus crímenes, aunado a una planeación meticulosa y, ciertamente, audaz, muestran un mundo de falaces aventuras que emocionan al espectador al grado de generar admiración y hasta anhelo por vivirlas en el plano real.
Empero, la realidad es sumamente distinta a lo que leemos o vemos. Los criminales actúan a sabiendas de lo pernicioso que es su actividad, sin remordimiento por las vidas que roban, trastocan y lastiman, ya que objetivan grotescamente a las personas, al grado de ser mercancía que con la que se comercia, entes que intercambian dinero por sus productos ilegales y a quienes se les arrebata sin que para ello importe lastimar o hasta matar, porque para ellos la vida no importa, solamente su interés egoísta de contar con dinero y sentirse con poder. Cierto: la visión romántica supone que la pobreza es el ariete que abre la puerta a la criminalidad; pero también lo es que la necesidad puede orillar a alguien a delinquir una vez y no a volverlo su estilo de vida.
Hoy, en virtud de la difusión generada por las redes sociales, hemos podido atestiguar lo sádico, belicoso, insensible y grotesco del actuar de los sicarios y ejecutores del crimen organizado, quienes sin el menor pudor graban sus ejecuciones y las difunden, con un cinismo inusitado, sin empacho a ser reconocidos o localizados y mostrando la barbarie de la que son capaces. Ahí queda de manifiesto que no existe apología que justifique su actividad, por el contrario, reafirma lo grotesco y ajeno a cualquier consideración o respeto por la humanidad. Muestran su verdadera y monstruosa cara: la de enemigos jurados de la sociedad.
Lo peor de ello es que estos personajes viven como parte de la sociedad contra la que atentan; son familiares, vecinos, compañeros y conocidos de personas con las que coinciden y conviven día con día, bajo la máscara de la respetabilidad y honorabilidad; con vidas familiares ejemplares y admiradas; con pantallas de modos de vida más que respetables y admiradas, en tanto que sus bienes y riquezas están manchadas con sangre de víctimas de sus perniciosos crímenes.
Así la vida del crimen. Así, la grotesca realidad de una criminalidad hipócrita e imbatible que succiona la vida y se esconde en la sociedad contra la que atenta.
Andrés A. Aguilera Martínez
@AndresAguileraM