Hablar de principios siempre se torna en un tema profundamente complejo. Un principio, como la propia definición lo
precisa, es el punto de partida de algo. Es fundamento, base de cualquier estructura, el inicio, lo que sostiene toda obra hasta su culminación. Son cimientos que sostienen la obra hasta que se culmine sus objetivos. Como Immanuel Kant lo refirió en sus múltiples obras, son “el comienzo de toda obra moral o social” y precisa que son “proposiciones en las que se orienta la voluntad humana hacia ciertas reglas prácticas. En síntesis, son el fundamento del desempeño y actuar de la vida de cada individuo, basado en sus valores —de naturaleza subjetiva y moral— los que, a su vez, son producto del entorno sociocultural y las experiencias de vida. Cuando los principios y valores son puestos a prueba difícilmente llegan a cambiar. La actuación de las personas siempre está determinada por ellos. Cuando afirmamos que cambiaron o traicionaron principios o claudicaron de sus valores, sólo confirmamos que éstos no eran los que nos habían mostrado; por el contrario, cuando esto ocurre, es simplemente que se mostró su verdadero y único rostro.
En esta lógica, cuando las personas actúan en contra de conductas constantes y reiteradas que le caracterizaban, impera necesariamente evaluar otro tipo de condiciones que lo llevan a ello. Los principios, como esencia misma, difícilmente se traicionan, por el contrario, ellos obligan a que los escrúpulos entren a escena e impidan cambios drásticos en el actuar recurrente.
Esta evaluación es, por antonomasia, regla general en el comportamiento humano; empero, cuando se refiere a cuestiones relacionadas con el juego del poder, como dijeran en cierto programa televisivo, las reglas cambian.
El poder es una droga que obnubila; donde los egocentrismos se apoderan de quien lo detenta y lo ejerce, al tiempo que el culto a la personalidad, entre halagos y zalamería, engrandece el ego del poderoso, en detrimento de su razón y su ética, hasta llegar al absurdo de afirmaciones históricamente célebres como la del rey Luis XIV que afirmaba: “El Estado soy yo”.
De esta forma, la ambición por el poder hace que los principios se muestren en plenitud ante la presencia de la figura omnímoda del poderoso. Quien tiene como fundamento de vida la rectitud, la honra y el bien, como parte integral de sus cimientos, difícilmente sucumben ante la ambición y la abyección, y llegan a preferir renunciar a la posición privilegiada antes de traicionarse a sí mismo. Desgraciadamente, son los menos.
En los pasillos del poder, generalmente la supuesta abdicación de los principios se transforma en la sumisión inescrupulosa ante la voluntad del jerarca. Sus deseos se vuelven órdenes inexorables para quienes, en actitud de lacayismo, le dicen servir. Sin embargo, el servilismo, que implica la sumisión desmedida, siempre trae aparejada una situación inexorable: la ambición por el poder y el desprecio a quien lo detenta, lo que necesariamente lleva a la traición. Así, quienes se someten al “príncipe” en turno, sin el menor empacho, lo traicionan en cuanto cesa su condición de poder, sin considerar los favores y beneficios obtenidos, transformando la traición en una práctica sumisa que desprecia cualquier condición ética.
Sin embargo, también de forma poco recurrente, el principio de lealtad llega a imponerse al grado de sumarse, irreflexivamente, al destino de quien entrega el poder. Pero, de eso, platicaremos en la siguiente entrega.
Andrés A. Aguilera Martínez
@AndresAguileraM