Desde su constitución como Nación Independiente, hace poco más de 200 años, cada letra de la historia de México ha sido escrita con sangre. Su devenir ha estado caracterizado por la violencia, sobre todo aquella que se ha gestado desde el desdoro, la traición, la indignación y la pobreza que –desgraciadamente– se ha extendido como un cáncer pernicioso que paulatinamente va matando la esperanza por un futuro próspero y digno. Ciertamente han habido
avances y desarrollo, es imposible negarlo, pero igualmente cierto es que esto se ha logrado gracias a la determinación, tesón y compromiso de muchos hombres y mujeres que han brindado su vida a favor del bien público y de las mejores causas en beneficio de quienes nos llamamos mexicanos
Indudablemente México tiene una historia que, aunque breve en comparación con otras naciones del orbe, ha estado colmada de avatares, ajetreos y movimientos violentos: un nacimiento doloroso concluido con un acuerdo en 1821; una adolescencia tórrida y difícil con el surgimiento de su Constitución liberal y una adultez caracterizada por la reivindicación de la sociedad y del reconocimiento de los derechos de clase y el fortalecimiento.
Hoy nuestro país atraviesa por una nueva fase de violencia que está muy lejos de tener orígenes en pugnas ideológicas, prebendas políticas o metas de desarrollo y anhelos de bienestar general. Vivimos tiempos en los que la ley es sólo un referente para saber que algo está mal, la delincuencia se apodera de los caminos y las comunidades más depauperadas del territorio, lo antisocial domina el devenir de las sociedad, las instituciones tienen una severa crisis de legitimación, al tiempo que, escudados en el “laissez faire, laissez passer”, se permite y se tolera que la voracidad de los mercados ensanchen las diferencias entre quienes lo tienen todo y quienes carecen de lo más elemental para una subsistencia digna, mientras que nos enfrentamos “todos-contra-todos” en una lucha fratricida, en la que se impone la ley del más fuerte, todo ello en un marco de depresión generalizada ocasionado por la insensibilidad de los gobernantes que desatienden sus funciones públicas.
Así es nuestra realidad. Debemos atenderla y solucionar los problemas que esta situación nos impone. Para ello es indispensable que dejemos atrás el individualismo cínico que se nos ha impuesto para abrir las puertas a una visión solidaria y de comunidad que, a lo largo de la historia nos ha permitido desarrollarnos y evolucionar como sociedad. No podemos – ni debemos– esperar que llegue algún nuevo “cacique”, con aspiraciones de “deidad”, a salvarnos del destino que hemos construido a base de egoísmo e incredulidad. Debemos retomar el rumbo de la comunidad, la solidaridad y –aunque suene cursi– de la fraternidad que sirvió de fundamento para el desarrollo de ese movimiento emancipador que brinda el liberalismo social.
@AndresAguileraM