Una de las promesas más recurrentes del candidato Andrés Manuel López Obrador durante la campaña del 2018 fue que, si ganaba, tendría un gabinete
conformado por hombres y mujeres de gran prestigio, íntegros y de probada honestidad -tal y como lo integró Benito Juárez-, para enfrentar los graves y complejos problemas del país. Fue así como empezaron a surgir algunos nombres que ante la opinión pública cumplían esos requisitos.
La suma de perfiles de otros partidos políticos, incluidos algunos del Partido Acción Nacional al que tanto atacó, como el de Tatiana Clouthier, Germán Martínez y Gabriela Cuevas, intentaban mandar un mensaje de inclusión y de fuerza del supuesto liderazgo de un hombre que “había superado los rencores del pasado”.
También incluyó personajes ligados a Luis Donaldo Colosio, a Ernesto Zedillo e incluso a Carlos Salinas de Gortari -figuras que quizás desconocen los jóvenes de las nuevas generaciones, porque en los últimos 18 años solo conocieron gobiernos federales panistas y del llamado ‘nuevo PRI’-. Y en este recuento no deben olvidarse los prófugos del Revolucionario Institucional de los años 70 que acompañaron a López Obrador en sus tres campañas presidenciales.
Si de algo tiene fama nuestro país es de tener la memoria muy, muy corta, y se ha olvidado que muchos de los que hoy acompañan al mandatario, en el pasado fueron cuestionados por decisiones que destruyeron la confianza social. Si a esto se agrega el uso indiscriminado de los mecanismos del poder del Estado para desarrollar estrategias digitales que destruyen prestigios, carreras, personas e instituciones para “levantar fachadas” que suelen llamar “proyectos de gobierno”, entendemos que estamos ante una muy fuerte maquinaria electoral que contribuyó al triunfo obradorista.
Hoy muchos mexicanos piensan que todo lo que el gobierno publica es verdad y sin embargo, prácticamente todo es falso, lo indican los datos oficiales. La triste realidad -que muchos ya vislumbrábamos- llegó más rápido de lo esperado. Desde el comienzo de su mandato, López Obrador decidió que no tendría gabinete. Sí, su egolatría y narcisismo fueron evidentes desde el inicio. La similitud discursiva con Luis Echeverría y José López Portillo dan cuenta de ello. ¡Vaya, documentos como el Plan Nacional de Desarrollo están impregnados de los símbolos del México populista!
Hasta vimos el cambio de imagen de los funcionarios nombrados. Reconozco que “el hábito no hace al monje”, pero ver el paulatino desdibujamiento de personas que prefirieron arrinconar sus trayectorias con tal de transmitir algo que no eran, ha sido sorprendente. Veamos algunos casos. La transformación de Olga Sánchez Cordero, como secretaria de Gobernación, disminuida, opacada y silenciada, contrasta con la que fue ministra aguerrida de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, siempre pulcra y admirada por sus argumentaciones, mujer que aspiraba al cumplimiento de la ley, ejemplo de fuerza para muchas de nosotras. Lo mismo sucedió con Tatiana Clouthier.
Hay quienes criticarán esta descripción intentando llevar mis comentarios al terreno de la discriminación. Pero no, nada tiene que ver con ello, porque además de la imagen pública, la primera mujer en la historia de México en llegar a la SEGOB, pronto evidenció que no tenía -ni tendría- injerencia alguna en las decisiones de su encargo.
Sin embargo, reconozco que hubo renuncias de quienes entendieron -quizá tardíamente- que sus nombramientos solo fueron parte del membrete de inclusión: Germán Martínez y Carlos Urzúa al principio, Jaime Cárdenas después. Ellos supieron con toda claridad que la dignidad era un valor único en el servicio público y que México estaba por encima de cualquier presidente; apostaron a sus capacidades para atender los graves problemas nacionales. Por eso, al ver el absurdo y la imposición en las decisiones que debían ejecutar, decidieron poner un alto a la simulación.
Y entonces fue cada vez más frecuente ver un gabinete a imagen y semejanza del presidente, la transformación en una mentira constante: la supuesta austeridad, las copiadas expresiones, la vestimenta desaliñada, la aparente cercanía con “el pueblo”, farsa que se desmoronó cuando sus familiares y colaboradores fueron evidenciados en actos de corrupción que intentaron tapar en nombre del fortalecimiento de su movimiento político; cuando aparecieron las numerosas propiedades con las que cuentan, el lujo con el que viven, el despilfarro del dinero público y los negocios al amparo del poder.
No obstante, el inquilino de Palacio Nacional para desviar la atención, insiste en alimentar la narrativa de “los chairos contra los fifís”, “los clasistas contra los humillados”, los ricos contra los pobres, es decir, la polarización que más le conviene al presidente: un mandatario que vive en un palacio y que al ser cuestionado, nos hace ver que “los ricos también lloran”.
Para nadie es desconocido y lo reitero: López Obrador es quien toma todas las decisiones. Las mujeres y los hombres de su gabinete no se atreven siquiera a contradecirlo; y sin embargo, han aceptado su exterminio voluntariamente, porque saben que desde que asumieron sus cargos, se extinguieron. El presidente “disparó por fuera y los mató por dentro” y con ello también murió la esperanza de un México mejor, de las causas anheladas de igualdad, de las luchas por los derechos humanos, de la aspiración a una vida mejor, de la prosperidad que nunca llegó y que en este sexenio no llegará, porque su intención, además de desdibujar a su gabinete, es disminuir a todos los mexicanos para que él sea el único que brille y destaque ante tanta pobreza que ha generado.
No hay gabinete. No contamos con titulares profesionales en la salud, en la generación de empleos, en la seguridad pública, en la cultura o el arte, menos en la igualdad de género, tampoco en la ciencia y en la tecnología, ni en el medio ambiente; sus secretarios son los perfectos acompañantes que no tienen idea de qué instrumento tocar para seguir el ritmo del presidente, que ante la tragedia, o ríe o come o juega beisbol.
Este movimiento que en apariencia tanto luchó para cambiar de régimen, en realidad se sometió al poder presidencial que demostró que nunca lo combatió. Como diría El Maquío: “lo importante no es cambiar de amo, sino dejar de ser perro”. López Obrador pasará a la historia como el político que desdeñó la confianza que le brindaron las y los mexicanos. ¡Vaya desperdicio!