Han pasado 1532 días desde que López Obrador asumió la presidencia de la República y a la fecha, luego de la
falta de resultados gubernamentales, muchos mexicanos se preguntan: ¿cuál es la transformación a la que el hijo predilecto de Macuspana se refería como candidato y reitera como mandatario?
De hecho, no logro comprender que quien prometió esperanza y bienestar con tanto ímpetu y que generó incluso una votación evidentemente mayoritaria en el Congreso de la Unión, puede, con la evidencia de los datos oficiales, “presumir” avances inexistentes.
¡Qué forma de marchitar la esperanza de millones que en él confiaron!
Es cierto que México no es el mismo desde que gobierna Morena. De eso no hay duda, pero se supone que los cambios tenían que estar encaminados a mejorar las condiciones de vida de la población, aunque los datos desnudan una realidad muy alejada de “la tierra prometida del bienestar”.
Entre las ovejas que siguen al pastor, hay un grupo que tiene perfectamente claro que las cosas no van bien; son parte de esta cadena de complicidades que, desde siempre, han buscado beneficios personales y de grupo para mantener sus privilegios con el gobernante en turno. Otro conjunto de la población padece lo que yo llamaría “el síndrome de Penélope”, la protagonista de una de las canciones más famosas de los cantautores españoles Joan Manuel Serrat y Augusto Algueró, porque siguen esperando la transformación que los llenará de felicidad, en el banco de pino verde, y todo parece indicar que continuarán sentados en la estación del deterioro y la pobreza.
A 660 días de que concluya este gobierno, podemos confirmar que el presidente decidió cambiar el significado de acciones y palabras que como candidato utilizó para criticar a los gobernantes en turno, especialmente a aquellos que lo derrotaron en las urnas.
Su frase “primero los pobres” significa “usemos a los pobres”, porque con ellos “va a la segura”, creando lazos de dependencia para que se multipliquen y se conviertan en votos. No son su causa, son su mina electoral.
“No somos iguales… yo no soy corrupto”, pero estoy rodeado de deshonestos y cínicos para que sepan quién manda aquí. Con eso justifica la creación de su movimiento, la riqueza de su familia y sus cercanos, el despilfarro de recursos que no son suyos y que obtiene ilícitamente. Nunca fue propósito del tabasqueño combatir la corrupción, sino fiel a su historia, ser el administrador de “las aportaciones voluntarias”. Ha salido a la luz que la superioridad moral del presidente se encuentra celosamente resguardada en enormes sobres amarillos, que cuentan la historia de cómo vivió con 200 pesos durante tantos años.
Para no ser igual que los demás, López Obrador decidió dejar sus casas de Tlalpan y Copilco para vivir en un “modesto” palacio, poco menos “austero” que la casa gris de su hijo mayor, quien se casó con una señora que “al parecer tiene dinero”.
El presidente López Obrador dio una nueva definición de autonomía y feminismo. “La república soy yo” parece repetirnos todos los días y, “hablando en plata”, afirma que, debido a su magnánimo proceder, “por fin una mujer ocupa la titularidad de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN)”. Jamás entenderá que la división de poderes está establecida en la Constitución y su defensa es garantizada por quien, con méritos propios, obtuvo la confianza de la mayoría de sus pares y mantiene de pie a un poder que se niega a arrodillarse.
Con estos breves ejemplos -porque no alcanza este espacio para enumerar todas las incongruencias y modificación de conceptos hechos por el presidente- podemos darnos cuenta que la única transformación que observamos en el obradorato es cómo se convierten los sueños de los mexicanos en interminables pesadillas, que esperamos se acaben en 2024, con la participación de todos los que anhelamos un México mejor.
Adriana Dávila Fernández
Política y Activista