Fiel a su costumbre y ante la marea rosa que inundó la Plaza de la Constitución, el presidente que solo gobierna
para quienes son parte esencial de su estrategia electoral y que reniega de quienes no comparten sus datos ni su corta visión, ha decidido seguir su papel de juez, historiador, justificador o víctima, para evadir todos los problemas y escándalos recientes.
Si el alboroto del error de juventud de la señora Yasmín Esquivel Mossa por plagiar su tesis de licenciatura en la UNAM crece, porque dos periodistas de "El País", descubrieron que su método de 'copiar y pegar' también fue utilizado para obtener su doctorado en la Universidad Anáhuac, el tabasqueño justificador de su movimiento minimiza el hecho, porque la deshonestidad y el plagio para él, "no son nota".
Si se le cuestiona sobre los jóvenes masacrados por integrantes del Ejército en Nuevo Laredo, Tamaulipas, el presidente, después de informar que la investigación está en proceso y que pronto habrá respuestas, se asume historiador al señalar el pasado del presidente Felipe Calderón para afirmar -como siempre- que no son iguales. Seguramente es otra promesa que formará parte del baúl de los pendientes sin atender.
Si se anuncia que el ex gobernador de Tamaulipas, Francisco Javier Cabeza de Vaca -perseguido político de su gobierno- logró la suspensión definitiva en contra de su orden de aprehensión, el mandatario se convierte en juez para condenar al Poder Judicial y acusar de corrupta a la ministra presidenta de la Suprema Corte de Justicia de la Nación: "ahora que llegó la nueva ministra declara, en un formalismo extremo como si fuesen omnímodos los jueces, que son autónomos, que pueden hacer lo que quieran". Ni por equívoco menciona el deficiente desempeño de la fiscalía; olvida que los hechos se deben demostrar, pues su palabra no debe determinar la culpabilidad de nadie.
Si en respuesta a la obsesión presidencial de llevar a cabo una reforma constitucional para desaparecer al INE, acompañada de la sordera de la mayoría legislativa de Morena y sus aliados, que avaló un plan b para concretar este atropello, reacciona buena parte de la población y sale a defenderlo a la calle, a las plazas públicas, a esos espacios que López Obrador cree que le pertenecen, para exigir a las y los ministros de la SCJN que se definan, honren su célebre apotegma y demuestren que debe prevalecer la Suprema Ley, su independencia, su justicia y su sentido del deber para ser libres, aparece la víctima de Palacio Nacional, señalando a los asistentes como conservadores que apoyan la corrupción y que están en contra de la transformación de la vida pública.
Ya nada de lo que sucede es novedad, si consideramos lo que sucede desde el inicio de su mandato: cualquier persona que esté en contra de sus formas de pensar y actuar, que señale las promesas incumplidas, que reclame por los altos índices de inseguridad y violencia, que evidencie la cínica corrupción (con ligas, bolsas, sobres, maletas) de sus colaboradores, compañeros de movimiento y su familia, que cuestione la falta de medicinas y/o tratamientos médicos, que le haga notar su talante antidemocrático al negarse a escuchar a los que se manifiestan por sus arbitrariedades, en resumidas cuentas, que ponga en duda su autoridad, su estilo personal de gobernar, además de adversaria, neoliberal y conservadora, resulta ser un potencial golpista que solo busca afectar su gobierno.
En estos 51 meses, hemos visto y padecido la ejecución teatral de los distintos papeles protagónicos que asume el mandatario, todos con propósitos electorales muy bien definidos que responden a estrategias que van a la segura (López Obrador dixit), dirigidas a los pobres que sabe que cuando se requiera, serán ellos los que defiendan la transformación.
Por desgracia, en todo este tiempo hemos atestiguado la forma en que un candidato -que se resiste a dejar de serlo- ha degradado la investidura presidencial y la esencia de lo que significa hacer política pública eficiente. Hemos estado frente a un político demoledor permanente de instituciones, artífice de obras caras y de poca utilidad social, empeñado en repartir recursos públicos sin importarle el deterioro que sufran los bienes y servicios que deben atender a las necesidades de la población.
Tenemos a un hombre que se ha negado a desempeñar el papel de presidente, cargo para el que fue electo en el proceso electoral federal de 2018, por cierto, organizado por el INE, y que no escatimará en utilizar todos los medios que tiene a su alcance -por el simple hecho de tener todo el poder presidencial- con tal de imponer su voluntad en nombre de la democracia, aunque en ese proceso destruya la vida democrática de este país.
Ya demostramos que unidos, sin importar colores ni ideologías más que el amor por México, el reconocimiento a la institución electoral y en el pleno ejercicio de nuestra libertad, podemos alzar la voz. Lo prioritario es participar.
Adriana Dávila Fernández
Política y Activista