El juzgador (juez, magistrado o ministro) es un servidor público de carne y hueso, que no está exento de equivocarse
o de cometer alguna irregularidad, en perjuicio de la impartición de justicia.
Hay juzgadores que se comportan como si fueran dioses, a los que hay que llamarles “su señoría” todo el tiempo. De no hacerlo, se corre el riesgo de que actúen con inquina contra el que consideren ofensor para su investidura.
Cuando al juez Eduardo Torres Carrillo (ahora magistrado) le extendió la mano el acusado (presunto inocente) para saludarlo, le dejó con la mano extendida. Y cuando se atrevió a defender con pasión su inocencia, el abogado defensor empezó a ponerse nervioso.
El abogado estaba espantado con el comportamiento de su cliente. Temía que el juez cobrara esa supuesta afrenta a la hora de revisar el expediente. Interrumpió la exposición y solicitó compresión a la autoridad, ofreció disculpa y aconsejó a su defendido que fuera moderado.
De las 20 audiencias que se realizaron, el juez solo asistió a una. Las otras las atendió el secretario de acuerdos.
Ese secretario de acuerdos llegó a la conclusión de que el acusado era inocente y se atrevió a decírselo, aunque también le advirtió que el juez Eduardo Torres Carrillo tendría la última palabra en este caso.
El juez condenó al acusado, injustamente.
Además, violó la Constitución al no resolver la situación jurídica del detenido en las 72 horas que establece la ley, cuando no se pide la duplicación del plazo.
Se presentó queja en el Consejo del Judicatura Federal contra el juez. El consejo lo disculpó y lo ascendió a magistrado.
Como Torres Carrillo es probable que haya más juzgadores, de ahí la importancia de que la reforma judicial les recuerde que son de carne y hueso, no dioses.
Arturo Zárate Vite
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