¡Que alguien despierte al gallo!  

El pasaje bíblico que narra la forma en que Pedro niega a su amado maestro, recoge a mi juicio los elementos que hacen de la traición un acto terriblemente amoral y recriminable: Su traición va dirigida a quien dice amar y respetar, a quien lo ha acogido en su círculo privilegiado para revelarle los secretos del mundo; niega a Jesús tocado por el egoísmo, pensando en sí mismo,
en salvaguardar su integridad sin atender a la deslealtad que el hecho implica; la negación fue triple y anunciada, había en su fuero interno conciencia plena de su traición, sabía lo que escondía detrás de sus palabras y tres oportunidades tuvo de afiliarse a la verdad. Pero la santidad de Pedro no sucumbe a su traición, tras el canto del gallo recupera su grandeza y, arrepentido y avergonzado, emprende la incansable misión con la que cambiará la historia.
Pero el gallo no canta para todos: La traición se adueña para siempre de los espíritus malignos, de los que amordazan la dignidad, de los que abrillantan el oropel de la virtud bajo el que esconden su podredumbre; esos que escalan las grandes cimas del mundo apoyándose en las cabezas de los demás, esos que esconden la maldad de sus acciones con la generosidad de su retórica. Así, la bondad de sus palabras se diluye en los hechos; marcharán en sentido contrario a sus declaraciones más "sagradas" si en ello está empeñado algún beneficio. El logro personal o la ventaja individual adormecerá cualquier escrúpulo, obnubilará la conciencia para recoger sin repugnancia los dividendos de su engaño. No sentirán jamás la vergüenza que acompaña a la mentira y responsabilizarán a su escoba de la suciedad del mundo.
No extraña así que, en medio de la desgracia, nuestro inquilino de Palacio se aferre a su catecismo, presto a ofrecer su flanco para ocultar su frente: La ambición le torna esquivo, rápido en el engaño y pródigo en la mentira. Como el árbol que nutre su follaje en la podredumbre de la ciénaga, la catástrofe le sienta como "anillo al dedo". Espera paciente la extinción de la pandemia y, al igual que el habitante solitario de un poblado remoto, ve pasar desde el umbral de su casa los cortejos fúnebres de sus infortunados vecinos, para contabilizar impávido las muertes ajenas. Así, parapetado detrás de su chamán de cuarta y en pleno repunte de la pandemia, insisten en la inutilidad de las pruebas, en enviar a su casa a los enfermos mientras les alcance para respirar el aire de su habitación, con tal de no saturar los hospitales, en desestimar el valor de un cubrebocas a pesar de la evidencia aplastante que surge día a día alrededor del mundo. ¿Y qué decir de los que a solas, en el abandono absoluto, yacen bajo las aguas de Tabasco, de esos pobres a los que había que inundar porque alguien debía tomar la fatídica decisión y "optar entre inconvenientes"? ¿A qué exponerse a la enfermedad por remojarse los zapatos si puede evaluarse la desgracia desde la seguridad de un helicóptero? Desaparecido el FONDEN y en medio de una parálisis asistencial, los vecinos se auxilian los unos a los otros mientras el inquilino de Palacio satura sus mañaneras con su politiquería ramplona.
¿Y qué hay de las mujeres asesinadas, de los niños mutilados, de los pequeños con cáncer y de las diarias masacres que su agenda transformadora no tiene contemplados? ¿No vulneran a su "pueblo" e injurian a sus "pobres"?
Más deleznable que la mentira es la hipocresía: aquella puede ser incidental y hasta piadosa, pero ésta se adhiere al alma como la piel al cuerpo. Tantos veces nos ha traicionado que alguien debe despertar al gallo: Pero temo que, a diferencia de Pedro, no brotará jamás de él ni el más mínimo atisbo de arrepentimiento.
 
La colectivización forzosa de la agricultura emprendida por Joseph Stalin, acarrearía entre 1932 y 1933, uno de los mayores genocidios de los que se tenga memoria. Las tierras, los animales, la maquinaria y las cosechas fueron confiscadas para asegurarse el control de los recursos agrícolas, cumplir con los planes de exportación de granos y alimentar al Ejército Rojo. En 1928 los campesinos de Ucrania, Kazajastán y el norte del Cáucaso, sólo pudieron entregar 4.8 millones de toneladas de sus cosechas en vez de las 6.8 millones del año anterior. Eso proporcionó a Stalin el pretexto perfecto para intervenir en Ucrania. A partir de 1930 el grano y el trigo fueron requisados. En 1932, se aprobó la Ley de las espigas que establecía castigos para los opositores a la confiscación. Así, fueron ejecutadas 5,400 personas y 125,000 fueron enviadas a los gulags. Casa por casa se confiscaba la comida de los campesinos mientras las fronteras eran cerradas para que nadie pudiera salir. La gente moría de hambre y se veía obligada a comer la corteza de los árboles. Hubo incluso actos de canibalismo. El resultado final de este evento, conocido por los académicos como "Holodomor" fue la muerte de 25 millones de personas.
 
La traición de su propio pueblo, es el estigma más vil de los malvados.  
 
Dr. Javier González Maciel
 
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Estudios universitarios en Psicología, Médico Cirujano, Especialista en Cardiología, alta especialidad en Cardiología Intervencionista en Madrid España, titular de posgrado en Cardiología clínica, profesor universitario, director médico en la industria del seguro de personas y conferencista para América Latina.