La antigua mitología Griega nos abre una ventana en el tiempo para entender la cultura, el pensamiento y la visión del mundo que dieron sustento a la civilización de Occidente. Pero más allá de su interés histórico, los mitos muestran una dimensión simbólica atemporal, que nos permite escudriñar la condición humana y los abismos más profundos de nuestras propias motivaciones. Eresictón, rey de Tesalia, sintiéndose superior a los dioses,
atendía exclusivamente sus deseos y caprichos. Decidido a obtener la madera necesaria para construir un lujoso salón, tomó una veintena de sus criados y comenzó a talar sin miramientos una arboleda sagrada que estaba consagrada a Deméter, diosa de la agricultura. Destacaba en su centro una enorme y añosa encina habitada por una ninfa, que se hallaba adornada con guirnaldas y cintas que denotaban su naturaleza sagrada y daban cuenta de las peticiones cumplidas por la diosa. Eresictón ordenó a sus sirvientes que la derribaran. Al ver que dudaban en destruir aquel árbol sagrado, él mismo tomó la segur y asestó tremendos tajos que hicieron sangrar la corteza del gigante. Las ramas palidecieron y el árbol parecía gemir con cada golpe de la cuchilla. Uno de los criados intento detener la sacrílega acción, pero Eresictón volvió el arma contra él y, con certero corte, hizo rodar su cabeza por la tierra. Tampoco la voz de la ninfa que, desde el interior del árbol se decía protegida de Deméter, fue capaz de disuadirlo, y la poblada copa de la encina cimbro los suelos de aquel bosque. Indignadas tras la muerte de la ninfa, sus hermanas las Dríades, acudieron ante Deméter para implorar su justicia. Eresictón ameritaba un castigo ejemplar, a la medida de su codicia. Deméter solicitó así la colaboración de Limos, el hambre, que penetró en las entrañas de Eresictón, condenándolo a sufrir un apetito voraz e inagotable. No había alimento que pudiera saciarle, y se veía impelido a comer ininterrumpidamente sin satisfacción alguna. Agotó su ganado, sus caballos, sus riquezas y su patrimonio entero, ante el incontrolable deseo de llenar su vientre. Pronto se vio obligado a mendigar y, cegado por su insana gula, vendió a su única hija como esclava a cambio de alimento. Finalmente, movido por un apetito inefable, comenzó a devorarse a sí mismo hasta la muerte.
En el marco de su egocentrismo y de su inagotable autocomplacencia, en su desbordado narcisismo, impulsado por su desmedida ambición, su apetencia de poder, su convicción mesiánica de infalibilidad y sus "iluminadas" ocurrencias, nuestro inquilino de Palacio, el nuevo y bizarro Eresictón de la política, ha emprendido la tala furtiva, la destrucción indiscriminada de todo cuanto vive; nada le importa el prometedor retoño, ni la copa imponente del vetusto árbol que otrora, con sudor y esfuerzo, sembramos los mexicanos. Atrapado en su armadura ideológica, en su hermetismo autista, en su pobreza intelectual, en su dogmatismo ciego, atacará las raíces con su segur vengativa, con su afilada herramienta demagógica, con su discurso polarizante e incendiario, e intentará socavar desde su tronco cada una de las instituciones democráticas, cada contrapeso, cada organismo público o privado, cada organización civil que se oponga a su deseo, a su capricho, a su demencial retorno hacia un oscuro pasado que su ego hipertrofiado confunde con "transformación". Nada le importan los árboles caídos, el resquebrajamiento de la economía, la pérdida del empleo, la cancelación absurda de grandes proyectos de infraestructura nacional, la inseguridad epidémica, las mujeres muertas o violentadas, el deterioro de la calidad educativa, el desmoronamiento de los sistemas de salud, la preocupante militarización, la caída en los niveles de inversión nacional o extranjera, el desastre de sus políticas energéticas o los millas de muertos que va cobrando la pandemia; importa el discurso, la trampa populista, la dádiva electorera que captura voluntades, que genera adeptos, que compra votos y lealtades. Importa el dogma, la perpetuación de la miseria que lo sostiene en el poder, el engaño demagógico, el socavamiento de la democracia en nombre del "pueblo", de esa entelequia indefinible y amorfa sólo abierta a los adeptos, a las clientelas, a los incondicionales, a los aduladores, a los leales, a los serviles; esa en la que usted o yo, que cometemos el sacrilegio de pensar, no tenemos cabida. Toda crítica, todo disentimiento, toda oposición por mínima que sea, será decapitada, desacreditada, ridiculizada o calumniada por el "poeta del insulto", por el infame Eresictón. Es hora de reaccionar: La senda del populismo desemboca en la kakistocracia, en el imperio de los ineptos, en la regencia de los peores, en un apetito irrefrenable de poder que asuela las cosechas, que devasta los campos,
Nada detendrá el apetito maligno de su ambición: la maldición de Limos a tocado su "vientre" y, cautivo de sus propios apetitos, se entregará a la espiral descendente de la autofagia y de la destrucción.
Dr. Javier González Maciel
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Estudios universitarios en Psicología, Médico Cirujano, Especialista en Cardiología, alta especialidad en Cardiología Intervencionista en Madrid España, titular de posgrado en Cardiología clínica, profesor universitario, director médico en la industria del seguro de personas y conferencista para América Latina