Las palabras son la envoltura visible del pensamiento, los vehículos de la razón, el ropaje de las emociones; en el imperio de la comprensión, en el enorme almacén de nuestra mente, solo pervive lo nombrado, lo que en última instancia se cifra en el lenguaje; ignorar una palabra, eliminarla de esa caja de herramientas cognitivas con las que construimos e inventamos nuestro entorno, supone desconocer las realidades que nombra, las emociones que califica, el conocimiento que atesora, la experiencia que almacena. La palabra es el signo, el mediador abstracto, la pauta sonora que confiere significado a la realidad que percibimos; es pensamiento, definición, memoria, intercambio, luz y reflexión sobre nuestra realidad interna, abstracción y dominio de los fenómenos del mundo.
¿Cómo beneficiar a los demás cuando desconocemos el significado real de lo que supone "el otro"? ¿Cómo sufrir en carne propia la desgracia ajena, ahí donde repudiamos el significado de la "empatía"?
Inconcebible para quien dice ser el mandatario de una Nación, calificar desde las cumbres de la ignorancia una palabra como la "empatía", tan ricamente "solidaria", tan prodigiosamente "comprometida", como un mero capricho fonético de la perversión conservadora. Tristes declaraciones de nuestro Inquilino de Palacio hechas en uno de sus tristemente célebres dislates mañaneros, justo ahora que en el marco de la tragedia del metro se requiere hacerse uno con el otro, entender desde la perspectiva del que sufre, sintonizar nuestro sentir y pensamiento con el dolor ajeno:
"Otra [palabra] que antes no se usaba y ahora se usa mucho, ‘empatía’. Hay simpatía o hay antipatía, pero esta es empatía."
Es comprensible que para nuestro inconfundible "Narciso" palaciego, para nuestro rey del monólogo y la autocomplacencia, sólo existan la simpatía y la antipatía. Ambas excluyen al "otro", al que no interesa. Lo que importa en la simpatía es el agrado que sentimos; ese algo que calificamos desde el "yo" conforme al placer que el otro nos produce. Hasta la misma antipatía cobra sentido y significado en el marco de un malestar "propio", personal, que nos incomoda y nos compete. La empatía por el contrario, exige la presencia de ese otro a quien sólo podemos sentir a través de nosotros mismos. Sólo el psicópata carece de empatía. Sólo al ególatra patológico le está vedado el comprender al "otro". Lo entenderá en el plano frío de la narrativa racional, ahí donde el otro se cosifica, donde el otro es despreciado como persona y devenido en objeto. La empatía es algo imposible para la megalomanía desbordada de nuestro inquilino de Palacio, pues requiere necesariamente igualarse con el otro, considerarse idéntico en valor e importancia, despojarse de la soberbia y del egoísmo. En la empatía no hay fingimiento ni artificialidad; sólo la necesidad espontánea y natural de "acompañar", de "hablarse con el otro en el plano afectivo". ¿Cómo puede alguien "sentir dolor" o "solidarizarse con los familiares de las víctimas", tal como lo declaró nuestro inquilino de Palacio, sin la cercanía "emocional" y la comprensión afectiva directa de quien se hace parte vivencial de los sucesos? Engaño gestual, fingimiento mímico del que se niega a acompañar al "otro" en el epicentro de su dolor.
¡Al carajo la falsedad! ¡Al carajo la teatralidad del que se dice interesado por ese "otro", que reducido a la condición de objeto, que cosificado y despersonalizado, es solo la materia prima, el objeto utilitario, el instrumento conveniente!
Por cierto Sr. Obrador, aun no sabemos a ciencia cierta dónde se encuentra el carajo. ¡Si no le importa, iré después de Usted!
Dr. Javier González Maciel.
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Estudios universitarios en Psicología, Médico Cirujano, Especialista en Cardiología, alta especialidad en Cardiología Intervencionista en Madrid España, titular de posgrado en Cardiología clínica, miembro de la Sociedad Española de Cardiología, profesor universitario, director médico en la industria del seguro de personas y conferencista para América Latina