“Contra la estupidez, los propios dioses luchan en vano”: Friedrich von Schiller.
El poder de la estupidez es infinito, abrumador, inextinguible como la insensatez misma; plagada de estratagemas, armada con el arsenal ilimitado de la imprecisión y el sinsentido, es rica en argucias, prolija en el desatino, infatigable en el dislate, perseverante en el despropósito. Venero inagotable de intransigencia e ignorancia, alud incontenible de intrépida irreflexión, peligroso aluvión de preocupante inconsciencia. Así como la locura extiende sus tentáculos al marco de la irrealidad, despreciando las ataduras de lo constatable y lo tangible, la estupidez se pertrecha en el ámbito de lo absurdo, en las intrincadas trincheras de lo inverosímil: Descarnada y desnuda, desparpajada y cínica, transgrede y apabulla, contraviene e infringe. Se rebela insensata a los cauces de la razón, ufanándose de su inepcia, con sus aires de infalibilidad, con su presunción inequívoca de certidumbre y acierto. De ahí su peligrosidad, su incapacidad para ceder ante la inconsecuencia o la catástrofe. La estupidez no se mira jamás en el espejo, se percibe grandiosa y se muestra sin pudor; de ahí su automatismo, su perseverancia, su naturaleza expansiva y desinhibida. Ni la congruencia ni la evidencia cortarán su camino; la estupidez tiene argumentos ajenos a la razón, de ahí su versatilidad, su poder manipulativo, su simplismo fluido y convincente. Encontrará siempre la "justificación" conveniente hasta tener a su merced al susceptible y al incauto: De ahí su contagiosidad, su virulencia, su capacidad para encontrar una salida "convincente". En el cerebro de los idiotas la estupidez se magnifica, se propaga como un veneno poderoso que corroe lo que toca; más digerible que los complejos productos del pensamiento racional, se torna popular, apetitosa, exenta de la pesada carga "proteica" del esfuerzo intelectual. Así, la estupidez suele ir siempre a la moda, cómoda y laxa, ligera y dinámica; nada más sencillo que la ineptitud, nada más ergonómico para el cerebro que evitar el dispendio, que protegerse de la sobreproducción neuronal con el ahorro energético de la imbecilidad y la simpleza.
Tras descubrir el evidente conflicto de interés relacionado con las ostentosas y lujosas mansiones en Houston (cada una con un valor comercial cercano al millón de dólares) que habitaba el primogénito de López Obrador; luego de descubrir que los pagos a Baker Hughes (en donde trabajó el alto ejecutivo que rentó la propiedad al matrimonio López Beltrán) aumentaron en ese entonces a más del doble, nuestro inquilino de Palacio, nuestro profesional de la farsa y la mentira, no encontrado mejor camino para esconder la podredumbre que decretar una "pausa" en las relaciones con España (seguida casi de inmediato por el aplauso generalizado de esa especie de "caja de resonancia imbécil" que ha colocado en todas las esferas de su fallido gobierno) y violar la Constitución exigiendo al periodista encargado de revelar,
¡Menuda idotez! Sin atender a las consecuencias, sin prever los devastadores alcances que puede tener para nuestro país semejante disparate, sin importar el que se haya colocado a México en el epicentro de la burla y del señalamiento internacionales, nuestro aspirante a dictador, nuestro líder intolerante y bananero, continúa enterrando sus más "fértiles semillas" en el huerto mismo de la estupidez!
¡Pero ahí, detrás de la farsa, por encima de la retórica vana de austeridad y de mesura, asoma imponente la "casa gris", la mansión del chocolatero, la impresentable falsedad del discurso!
Dr. Javier González Maciel
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Estudios universitarios en Psicología, Médico Cirujano, Especialista en Cardiología, alta especialidad en Cardiología Intervencionista en Madrid España, titular de posgrado en Cardiología clínica, miembro de la Sociedad Española de Cardiología, profesor universitario, director médico en la industria del seguro de personas y conferencista para América Latina
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